XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

Suspense insano 

Miguel Navarro, 15 años

Colegio Tabladilla (Sevilla)

Delante de su máquina de escribir Royal, Salvador fumaba plácidamente un cigarro. En su tiempo fue escritor de best seller; su pasión, los relatos de terror. Pero hacía tiempo que se veía para el arrastre. Aparte de sobrellevar unos largos setenta años, los jóvenes ya no leían. Poco a poco, se maliciaba, la novela sería un objeto de anticuario.

¿Por qué Salvador escribía a máquina en pleno siglo veintitrés? Ni él mismo lo sabía. Sin embargo, la Royal le despertaba una sensación de pertenencia, una fuerza extraña, como si en su teclado convivieran los maestros del terror de antaño: Edgar Allan Poe, H.P. Lovecraft, R.L. Stine y el inigualable Stephen King. ¡Aquello sí que fueron buenos tiempos!.

Se frotó con avidez el rostro. No se le ocurría cómo terminar su novela. 

–¿Me ayudas?

A su lado había un niño con los ojos bien abiertos, la camisa remangada y un moratón en la mejilla derecha.

–¿Quién eres, pequeño?

El niño señaló la máquina de escribir. Entonces la fatigosa mente de Salvador consiguió hallar el significado: era el personaje que estaba forjando en su novela. ¡No podía dar crédito! Pensó que podía ingresar en un manicomio. Inmediatamente cerró los ojos, con la esperanza de que se desvaneciera aquella aparición.

–Señor, necesito su ayuda.

El escritor abrió los párpados y comprobó que el chaval era tan real como él mismo.

–¿Qué necesitas?

–¿Tiene un poco de tiempo? 

–Claro; en el manicomio dejan que nos durmamos tarde, así que no te preocupes.

–Eso no ha tenido gracia.

Salvador se disculpó y le dejó continuar.

–¿Usted ha tratado con mujeres al borde de un derrame cerebral? ¿No? Pues yo sí, y necesito su ayuda. Está cerca, muy cerca.

–Tranquilo, estás en mi casa; no tienes de qué preocuparte.

El estudio de Salvador dio paso a una habitación infantil. Oyeron unos pasos al otro lado de la puerta.

–¿Dónde estás Rodrigo? No has terminado la comida y sabes lo que me irritan esa clase de comportamientos. ¿No escuchas llorar a los pobres guisantes?

Era como si aquella voz hubiese dado comienzo al primer acto de una obra terrorífica. El niño se agarró a una de las piernas de Salvador. El escritor estaba aún más asustado que el pequeño. Las pisadas sonaron en un tono ascendente. Aunque eso ya lo sabía Salvador: había redactado hasta ese punto de la historia. Pero, y luego… ¿qué?

Se abrió la puerta para desvelar la figura de una mujer a contraluz que rompió en una carcajada desalmada.

–Vaya carcamal más feo –se burló del novelista–. Aparta, Rodrigo. Te voy a salvar de ese viejo.

Acto seguido, arremetió contra Salvador que cayó de bruces contra el suelo. Ya no estaban en un cuarto infantil sino un extenso pasillo de moqueta de cuadros. Lo reconoció al instante, era el famoso corredor del hotel Overlook de El resplandor.

–¡Vuelve aquí vejestorio! No te has terminado los guisantes.

Salvador corría con el corazón desbocado. Sus débiles piernas no aguantarían mucho más, fue a tropezar, pero antes de que sucediera se enfrentó a la mujer, que había desarrollado unas patas de araña con las que sostenía un bate de béisbol

–Te voy a dar una lección de las que no se olvidan –le amenazó.

Aquello debía terminar con un final feliz. Pero ya no era una novela, pues Salvador notaba la sangre fluir cerca de su oreja. Le gustaban las historias de terror, pero ese terror se le antojó insano. ¿No sería esa la clave para el final de su libro?

Cuando se quiso dar cuenta estaba de nuevo en su estudio frente a la Royal. Salvador se dejó llevar por un frenesí de escritura, en la que se avivó su sensación de tener presentes a los maestros del terror. Tras unas horas de intenso tecleo, puso el punto final a la novela, en la que había un personaje nuevo: él mismo, que recreaba el suspense insano que había experimentado. Firmó el manuscrito y redactó la fecha, 23 de septiembre.

Satisfecho, encendió un cigarro y se quedó recostado en la silla. 

***

El cerrajero abrió el portón dando paso a la hijas del propietario. Marta, la mayor, se apresuró hacia el estudio de su padre. Lo encontró tendido sobre la mesa, con un taco de folios a su lado.

–¡Papa!

Deseó que estuviese dormido, pero Salvador les había dejado.

La autopsia notificó que llevaba muerto desde el 22 de septiembre. Aunque no se le dio importancia a la fecha, Marta leyó el final del manuscrito y se asustó. Buscó la Royal, pero no la encontró. De hecho, nadie salvo ella recordaba que Salvador hubiese tenido esa máquina de escribir.