XVI Edición
Curso 2019 - 2020
Té para dos
Jorge Buenestado, 18 años
Colegio Mulhacén (Granada)
La entrada a la cafetería estaba cubierta por unas pesadas cortinas, despojadas de su color original tras años bajo las inclemencias del tiempo. Tras ellas se abría el hueco donde en su día hubo una puerta, de la que solo quedaban un par de bisagras herrumbrosas atornilladas al marco. El local tenía el suelo de roble y las paredes de piedra vista. Había varias mesas, con cada taburete de distinta altura y forma. Al fondo, en el hogar crepitaban los rescoldos de un fuego reciente, sobre el que pendía una tetera. A la izquierda de la chimenea, una ventana de vidrio de color verde se abría al valle nevado. Sobre la repisa, una docena de tomos en tres o cuatro idiomas distintos. Había un hueco que señalaba la ausencia de un ejemplar, que descansaba en el regazo de un hombre que sesteaba en un viejo sillón de cuero.
En cuanto Marta entró en la estancia, el viejo se despertó y recompuso. Todos le conocían como El Anciano, y sabía el motivo de aquella visita. De hecho, hacía años que esperaba ese momento.
Transmitida de generación en generación bajo un secretismo absoluto, la tradición regía el encuentro de los representantes de dos linajes ancestrales: el de la chica, Marta, que guardaba una cajita con un secreto, y el del Anciano, que conservaba en su memoria el lugar donde se encontraba la llave que abría dicha caja.
Había llegado el momento de abrirla: el mundo necesitaba lo que guardaba, que Marta desconocía. Su madre se la había entregado antes de partir. Y ella estaba dispuesta a protegerla, con su vida de ser necesario.
El encuentro no se alargó más de lo que tarda en servirse y tomarse un té. El Anciano habló y ella escuchó sin proferir palabra alguna. Cuando concluyó, él se dispuso a terminar el libro. Avivó el fuego, ordenó la estancia y se preparó para lo que estaba por llegar.
Marta, por su parte, partió hacia la dirección que El Anciano le había indicado. Llegó antes del anochecer, cuando el cielo se había tornado naranja. Ante ella se alzaba un roble centenario, uno más entre los árboles del prado nevado, sobre el que se alineaban las estrellas. Esa fue la señal por la que supo que era el indicado por El Anciano.
Entre sus raíces descubrió un tarro protegido por una tupida tela. Tras retirarla, desenroscó la tapa y de su interior extrajo una pequeña llave herrumbrosa. Acto seguido, Marta sacó de su macuto la cajita de madera e introdujo la llave en la cerradura y, con cuidado, la giró tres veces en el sentido contrario a las agujas del reloj. La cerradura quedó desbloqueada. Al abrirla sintió una ráfaga de viento. Estaba vacía. En el fondo había una inscripción que rezaba: <<Y lo último que quedó en la caja de Pandora fue la esperanza>>.
Aquella era la caja que albergó todos los males del mundo. Por fin había dejado salir la esperanza, que volaba por la Tierra para que todo aquel que la necesitara tuviera fuerzas para alcanzar sus metas.