XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

Terciopelo azul

Claudia Castelblanque, 15 años

                 Colegio Vilavella (Valencia)  

<<Él no era una persona común: tenía a su alcance todos los puntos de vista. Me refiero a mi abuelo, que se convirtió en mi ejemplo de sabiduría, en un modelo a seguir. Fue transparente, mi mejor amigo. Recuerdo cuando de niño iba por las tardes a su casa y me contaba cuentos hasta que me dormía. Espero que en el Cielo le hayan puesto el mismo viejo sillón de terciopelo azul que hay en su salón, y que cuando se siente se acuerde de mí. ¡Cuánto le echo de menos!>>, fueron mis palabras en su funeral, después de que mi madre me pidiera que escribiese un panegírico.

En cuanto acabó eché a correr hacia su casa. Me colé por una ventana y observé su salón. Había muchas cosas que no entendía de esta extraña habitación, pues era un gran puzle donde, sin embargo, todas las piezas encajaban: muebles voluminosos y cómodos; pinturas de tonos pastel; un gran ventanal que dejaba entrar la luz; cortinones; una biblioteca llena de libros; la mecedora de mi abuela; cuadros y fotografías en las paredes y, en medio, la única pieza que no encajaba: el viejo y desgastado sillón de terciopelo azul.

A mi abuelo le encantaba ese sillón, a pesar de que no pegaba con la decoración de su casa. Fue él quien lo colocó en medio de la sala, aunque entorpeciera el paso. Muchas veces me picó la curiosidad acerca de aquel mueble. De niño me recibía sentado en la butaca, me subía sobre sus piernas y empezaba sus viejas historias de la Guerra. Una tarde le pregunté qué tenía de especial aquella pieza tapizada en azul. Él se rió con un tono desenfadado.

—Es mi mueble favorito —me dijo—. Desde aquí el mundo se ve más claro.

No entendí muy bien a qué se refería.

En cuanto desperté de mis recuerdos, di unos pasos por el salón y me senté en el sillón. Me acomodé y pasé las manos sobre el terciopelo. Apoyé la espalda con cuidado y me quité los zapatos antes de cerrar los ojos durante unos instantes. Luego los abrí.

Miré a mi derecha, donde se hallaban las fotografías: de su juventud, de mi abuela, del día de su boda… Enfrente tenía la chimenea que mi abuelo encendía en invierno. En la repisa que había encima, los cuadernos en los que escribía sus cosas y, junto a estos, una colección de discos de vinilo.

Volví a pasar las manos sobre la suave tela y, de pronto, hallé la paz.

Continué analizando los objetos de la habitación. Al mirar hacia la izquierda me enfrenté a los cuadros que pintó cuando volvió del frente. En las telas aparecían la muerte y la vida en una misma pintura. Debajo de uno de ellos estaba el bastón de mi abuelo. Justo al lado, una foto en la que aparecía sujetándome en brazos.

Cuando acabé de observar, cerré los ojos. Llevaba tiempo preguntándome la razón del sillón de terciopelo azul entre tantos tonos pasteles. El porqué de aquella pieza única en medio del puzle. El porqué mi abuelo sonreía siempre cuando me observaba desde allí. Por qué decía que desde la butaca veía el mundo más claro.

Hasta aquel momento nunca había observado la habitación desde aquella posición. Hasta entonces solo estaba viendo la mitad de la verdadera cara de las cosas. Y es que nunca me había fijado en que allí sentado, el salón no parecía ser el mismo. Entonces lo comprendí: no era solo una pieza distinta sino una preciosa metáfora, porque el alma de mi abuelo también era de terciopelo azul.