XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

Trazos de vida 

Amada Pérez Morales

Colegio Montesclaros (Madrid)

Bajó a toda prisa las escaleras en dirección al jardín. Sabía que nunca echaban la llave a la puerta trasera, así que la abrió con cuidado de no hacer ruido, procurando que las enfermeras no advirtieran que se había escapado. Salió del edificio, avanzando sigilosamente con un rotulador en la mano hacia el muro que iba a utilizar a modo de lienzo. En sus ojos brillaba la ilusión de un golfillo a punto de realizar algo prohibido. Eusebio, que roza los setenta y cinco, había recobrado la vitalidad gracias a aquel plan inconfesable.

Destapó el rotulador y empezó a trazar en la blanca pared la copia de un dibujo que su nieto le trajo la última vez que fue a verle, en el que caricaturizó a la jefa de las enfermeras. Al apartarse para contemplar su obra, Eusebio apenas logró aguantar una carcajada y se apresuró a volver a su habitación antes de delatarse.

A la mañana siguiente se despertó por las voces escandalizadas de las enfermeras, que habían conseguido reunir alrededor de la fachada a más de la mitad de la residencia de ancianos. Entre los murmullos procedentes del grupo se distinguían exclamaciones de sorpresa y críticas, pero, sobre todo, risas. Risas sinceras, carcajadas que llevaban años reprimidas. Eusebio se apresuró a reunirse con el grupo y observó con orgullo la reacción que su travesura había provocado en la gente, mientras las enfermeras corrían de un lado a otro en busca de algún indicio que les revelase la identidad del culpable. 

Llegó la hora del almuerzo, sin que los habitantes de la residencia dejasen de hablar en ningún momento del dibujo en la pared. Eusebio se dirigió satisfecho a sentarse con Cipriano e Isidoro, sus vecinos de habitación. Estos, al verle tan dichoso, no pudieron evitar preguntarle cuál era el motivo de su inusual alegría, y él, a modo de respuesta, les mostró el arma del crimen. Isidoro, que era más perspicaz que Cipriano, se dio cuenta rápidamente de lo que el rotulador significaba y añadió disgustado: 

-¿Cómo se te ocurre? Las enfermeras están como locas buscando a quién lo hizo. Temen que haya entrado alguien desde afuera. ¡Van a llamar a la policía! ¿No podía darte por jugar a los bolos en vez de hacer estas cosas? No; tenías que meterte en líos. 

Cipriano, que a esas alturas de la conversación ya se había dado cuenta de por dónde iban los tiros, le propinó un codazo a Isidoro y añadió entre risas:

-Hay que ver con Eusebio; está hecho todo un gamberro. 

-¡Pero tú no le animes!- le reprochó-. Se empieza por esto y se acaba traficando con bolsitas de azúcar. ¿De verdad quieres terminar como Rufina, con alguien pegado a tu espalda, vigilándote?

-Isidoro, relájate. No hagas un mundo de esto -se defendió Eusebio-. No va a pasar nada y, aunque así fuera, habría merecido la pena.

-Sí, sí. Eso dices ahora… Ya verás cuando te aumenten las pastillas porque crean que estás loco -Isidoro habló en un tono cortante.

Eusebio se dio cuenta de que su amigo no iba a entender la razón de su dibujo, así que cambió de estrategia. En lugar de seguir discutiendo, les soltó en un susurro confidencial:

-Esta noche lo repetiré. Venid conmigo y entenderéis por qué lo hice.

Cipriano aceptó sin pensárselo, mientras que Isidoro se resistió, aunque en el postre terminó por sucumbir a la curiosidad que le habían causado las últimas palabras de Eusebio.

Cayó la noche y los tres septuagenarios avanzaron envueltos en la oscuridad del crepúsculo, armados con tres rotuladores. Llegaron hasta el lienzo y comenzaron a trazar nuevas figuras entre susurros y risas. Una vez terminado su acto vandálico se retiraron tan silenciosamente como habían llegado. Cipriano e Isidoro habían comprendido que aquel acto irracional los volvía jóvenes. 

A la mañana siguiente se repitió la reacción del público al contemplar la obra, solo que en esta ocasión hubo más risas, pues además de la enfermera jefe aparecían varias celadoras.

Entre los ancianos empezaron a correr rumores acerca de la identidad del artista. Pronto consiguieron dar con las personas que había detrás de aquellas pintadas. Sin embargo en vez de delatarlos, se unieron a su clandestino proyecto. Entonces los ancianos de la residencia decidieron fundar una sociedad artística secreta y de dudosa legalidad, que se dedicaba a decorar las paredes de aquellos edificios durante la noche, movidos por esas sensaciones de su juventud.

Poco a poco los muros se fueron tiñendo con trazos y colores. Nada cambió durante unas semanas, en las que los ancianos siguieron actuando a espaldas de las enfermeras, hasta que una noche, Verónica, que se encontraba de guardia y había salido al fresco tomar un poco de aire, descubrió unas sombras que se movían por el patio. Se quedó inmóvil, convencida de que había dado con el grupo de grafiteros. Se encontraba a punto de volver sobre sus pasos, cuando se dio cuenta de que aquellos criminales no eran si no los ancianos de la residencia. Aliviada y sorprendida decidió comunicar su descubrimiento a sus compañeras. Sin embargo, no tuvieron la reacción que ella esperaba: aseguraron estar dispuestas a tomar las medidas necesarias para acabar con aquella afición burlesca, a lo que Verónica respondió, casi desesperada:

-¡No podéis hacerlo! Tendríais que ver cuánto se divierten. No parecían ancianos. Por eso, creo entender por qué pintan a nuestras espaldas: ¡Se sienten jóvenes! Por un momento se olvidan de que su familia los ha abandonado a nuestro cuidado, dejan de pensar en médicos y pastillas. Intervenir sería romperles ese corazón rejuvenecido. 

Ante la indignación de la enfermera jefe, los muros acabaron componiendo un museo al aire libre, al que empezaron a acercarse los vecinos de aquella localidad y, poco después, visitantes de todos los rincones del país.