VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

Tres meses, dos palabras

Fernando Rincón, 17 años

                 Colegio Tabladilla (Sevilla)  

Un leve calor que le recorría la antes adormecida mano. Quiso abrir los ojos, pero sus párpados, pesados como el plomo, se lo impidieron. Se concentró y, finalmente, lo consiguió. Esperó hasta que los objetos de su alrededor adquiriesen forma y descubrió que la cálida sensación provenía de la mano de alguien. Recorrió el brazo al que pertenecía aquella mano y vio la cabeza de un chico apoyada sobre la cama en la que ella descansaba. Su rostro le era familiar, a pesar de que no era capaz de recordar por qué. El joven dormía; el pausado ritmo de su respiración resonaba en el silencio de la habitación.

La habitación… Sin duda se trataba de una habitación de hospital. Tenía aquel color relajante que tan bien conocía de haber visitado a su abuela, cuando estuvo internada en distintas ocasiones. Se dio cuenta de que sobre su cabeza colgaba una botella de suero y que, además, había una pantalla que monitorizaba sus pulsaciones. Pero no llegaba a recordar por qué estaba allí.

Buscó el botón del timbre. Lo encontró cerca del cabecero de la cama, junto a un ramo de flores, y lo pulsó. Al poco tiempo se abrió la puerta de la habitación y entró una enfermera.

-¿Si?... ¿Qué suce… -cortó la pregunta con un suspiro de asombro-. ¡Estás despierta! Voy a avisar al médico.

-Espere, por favor. Dígame qué hago aquí.

-¿No lo sabes? Claro... No recuerdas nada -carraspeó-. Hace tres meses sufriste un accidente, un atropello que te dejó en coma. Llevas aquí desde entonces. Pensábamos que no despertarías...

-¿Y este chico? -miró al joven, que continuaba dormido-. ¿Quién es?

-Ha estado junto a ti desde el accidente. ¿De verdad no sabes quién es? Todas las mañanas va a comprarte flores. Míralas –señaló el ramo-. Se llama Carlos.

En ese momento, una cascada de recuerdos inundó la mente de la joven: un largo pasillo y médicos a su alrededor. Luces parpadeantes. Una sirena. El agudo estruendo de unos neumáticos al frenar. La puerta del instituto. Y Carlos sonriéndole tímidamente en el pasillo.

-Es de mi clase -dijo, pero la enfermera ya no estaba.

-¿Quién? -preguntó Carlos entre sueños-. ¡Estás despierta!

Fue a abrazarla, pero el gesto se quedó en un ademán, como si no estuviese seguro.

-Tú estás en mi clase ¿verdad? -inquirió la chica-. Y ¿por qué te has quedado aquí, conmigo? Quiero decir…

-Verás -la interrumpió-, llevaba mucho tiempo queriendo decirte algo, pero nunca me atrevía. Sin embargo, aquel día fui a tu casa. Estuve un rato llamando, pero nadie abría. Tu vecina me contó lo del accidente.

-Bueno, y qué es eso que me querías decir.

Carlos se inclinó sobre ella y le susurró al oído:

-Te quiero.

El silencio inundó la habitación. Una lágrima se deslizó por el rostro de Irene. Entonces entró un grupo de médicos precedidos por la enfermera. Se abalanzaron sobre la chica para tomarle el pulso y a hacerle diversos reconocimientos. Poco después llegaron sus padres. La abrazaron. Todo a su alrededor era confuso. Familiares, médicos que la atosigaban con preguntas, celadores que le ponían y quitaban aparatos… Para ella nada de eso tenía importancia porque en su mente sólo estaba Carlos, que hacía tiempo se había marchado discretamente de la habitación.