VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

Tu baile

David Jiménez Sequero, 17 años

                 Colegio Mulhacén (Granada)  

Escoge un lugar, no importa cuál. Un castillo gigantesco, de fuertes paredes de roca construido en lo alto de una pintoresca colina. O tal vez prefieras un pequeño salón de actos disimulado entre la algarabía y el alboroto de un concurrido bulevar. A lo mejor deseas un día cálido, cuyo sol vigoroso abrace tu cuerpo, o una noche de invierno gélido que cubra las calles y los campos con su ventisca. ¿Lo tienes?...

Ahora elige una época. ¿Qué tal la oscura y supersticiosa Edad Media, en donde la fantasía y lo sobrenatural se confunden con lo real? No hay problema si, en cambio, prefieres algún año de principios del siglo pasado. Eres libre, durante estos instantes, de escurrirte a donde te plazca. ¡Pero hazlo rápido! Porque te están esperando… ¿Y para qué habrían de aguardarte?, te preguntas. Es obvio: tienes un baile, ¿recuerdas? Has pedido la mano de la mujer a la que amas y sus padres te han impuesto una curiosa condición: debes bailar con ella. De ese baile dependerá si te otorgan su mano o te la retiran por siempre.

Recapitulemos: tenemos un lugar, un momento y un porqué para empezar. Todos te aguardan ansiosos al otro lado, del que sólo una gran puerta pesada os separa. No logras oír nada a través de ella; tan solo percibes el latir de tu corazón exaltado. Nada más. ¿Qué tal si la abres? El pomo gira, los goznes y las bisagras rechinan con gravedad y la luz y los colores refulgen a tu alrededor, cegándote: el terciopelo, los tapices, la mantelería, las grandiosas lámparas de araña suspendidas del techo, la decoración más rica y exótica que puedas imaginar. Todo está allí enmarcando aquel escenario: un amplio entarimado claro y reluciente que invita a deslizarse sobre él.

Alzas la vista y le contemplas a ella. No te preocupes por su nombre; no te lo ha dicho aún. Además, nunca lo has necesitado. Te espera de pie en el centro del salón, con un delicado vestido blanco adornado con sutiles encajes de hilo por las mangas que envuelven sus cándidos brazos. Su blanca piel parece más blanca. Sus ojos parecen más claros. ¿Será la luz? Sus labios, del color de las cerezas, ligeramente entreabiertos, disimulan una sonrisa de complicidad. Os miráis y ya nada importa, tan solo vosotros y el baile. Oh, sí... ¡El baile! Deberías dejar tus pensamientos y mover los pies, que has acertado al calzar en unos lustrosos zapatos de charol.

Avanzas hacia ella, atraído por su magnetismo de sílfide, pero te detienes a mitad de camino para realizar una reverencia ante sus padres, que te estudian en silencio antes de asentir levemente. “Devuelves el gesto de la forma más respetuosa posible; es importante empezar bien.

Y ahora sí, llegas a ella y le tiendes la mano. Posa su palma en la tuya como si fuese una pluma. Estupendo. Pero, ¿qué tipo de baile elegís? Un vals, por supuesto. No lo podéis decidir porque antes lo pensaron en vuestro lugar. Ambos aguardáis, mirándoos el uno al otro, esperando a que comience la música. Arrancan un par de notas graves y distraídas, como si buscaran al resto, y entonces se desliza la composición: altos violines y firmes contrabajos emiten el primer compás y tú das el primer paso.

Su cuerpo responde con precisión y agilidad. La cadencia de vuestros movimientos se acompasa como vuestros corazones. Un pie hacia delante, otro hacia atrás. La música os habla. ¿Qué os dice? ¡Bailad, por supuesto! Vosotros respondéis con una vuelta sobre los talones y dejáis que os siga guiando: ¡más despacio, más deprisa! ¡Más separados, más juntos! ¡Cuidado con ese pie, que no va ahí!

Tu corazón se adormece. El de ella palpita por ti. Ahora su respiración se detiene. Tú le insuflas aliento. Mas no os paréis, que queda poco. Sientes que mucha más gente de la que has visto os observa. Apenas distingues sus rostros porque tus ojos no son para ellos. El baile prosigue mientras os fundís con él hasta que se alza todo en un estallido frenético, que os mantiene girando y girando sobre vosotros mismos. La música realiza cabriolas, saltos y virguerías de toda clase. Os lo exige todo. Tras unos segundos, os apartáis cogidos del brazo y, tras el impulso final, ella se lanza hacia ti y tú la recoges. La música se aletarga, y vuestros movimientos la arropan. Y, cuando finalmente martillea la última nota y todo ha acabado, os miráis una vez más, y ella te susurra:

-Tu baile llegó a su fin.