XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

Último servicio 

Irene Paneque, 14 años

Colegio Sierra Blanca (Málaga)

Mario observaba por el retrovisor a la chica del asiento de atrás. Nunca antes le habían pedido ir al cementerio. Se fijó en su expresión triste y en su cara pálida. Él estaba acostumbrado a tratar con toda clase de personas y siempre conseguía que sus clientes se sintieran cómodos; hasta a la persona más tímida le arrancaba alguna conversación. Pero esta vez ella ni hablaba ni sonreía al cruzarse sus miradas por el retrovisor.

Al taxi subían personas con toda clase de problemas: desde rupturas amorosas a conflictos familiares. Y Mario siempre lograba ayudarles. Le gustaba pensar que aquella era su misión. De hecho, no se quedaba satisfecho hasta que sus clientes hubiesen resuelto sus problemas. O, al menos, los hubieran encaminado hacia su solución. Muchos intentaron contactar con él después del viaje, pero pocos lo habían conseguido. Aquella chica era una excepción.

La primera vez que la vio, intuyó que se encontraba ante un caso particularmente difícil. Puso toda su atención en ella, intentando vislumbrar dónde se escondían los resquicios de su alegría. Aunque muy débil, intuyó que todavía quedaba algo de felicidad en aquella muchacha. Todavía era posible salvarla, aunque fuera a requerir más tiempo del que solía emplear en los demás.  Por eso, cada mañana acudía a su casa para trasladarla al cementerio. Y con el tiempo, comenzaron a fraguar cierta confianza. Se llamaba Lidia, e iba al camposanto para visitar la tumba de su padre.

–Siento mucho tu pérdida –le comentó el taxista.

–Gracias. La verdad es que no suelo hablarlo con nadie. Mi padre sufrió una enfermedad que le detectaron demasiado tarde. No pude hacer nada para ayudarlo.

 –No debes culparte. La pérdida de un ser querido forma parte de la vida; tenemos que aprender a aceptarla.

A medida que pasaron días y semanas, Lidia y Mario se fueron haciendo buenos amigos, pues sumaban muchas horas juntos en la carretera. 

–Háblame de él.

–Mi padre era atento y comprensivo. Caía bien a todo el mundo. Fue escritor. Solía llevarme a una casa en el campo cuando tenía que trabajar. Me decía que tengo una gran imaginación. Por eso me dejaba ayudarle en sus relatos. Incluso escribimos uno a dos manos, pero nunca llegó a publicarlo.

–Veo que estabais muy unidos.

–Sí, y me gustaría saber que está bien en la otra vida –murmuró con la voz quebrada.

A la mañana siguiente Mario hizo una parada antes de recogerla. Era consciente de que se estaba saltando las reglas, pero juzgó que era necesario. Cuando la vio, le pareció especialmente apenada. Por sus ojeras marcadas, dedujo que no había dormido en toda la noche. 

En el cementerio, Lidia le dijo:

–Me he pasado la noche intentando encontrar un sentido para mi vida, pero no soy capaz. A veces pienso que me gustaría marcharme con él.

–¡No digas eso! –Mario la miró a los ojos–. Tu felicidad no debe depender de una persona que ya no vive. Además, tu padre quiere que sigas adelante. Tienes que ser fuerte.

–¿Quiere? ¿Cómo sabes que lo quiere? –inquirió, confusa ante la afirmación del taxista.

Mario sonrió, consultó su reloj de muñeca y le dijo:

–Se hace tarde; debería marcharme –miró hacia la salida del camposanto–. Recuerda: tienes ante ti un mar de ilusiones –puso énfasis en sus últimas palabras.

La joven se quedó atónita. <<Un mar de ilusiones>> era el título de aquel relato que escribió junto a su padre. Solo ellos dos lo conocían. 

<<¿Cómo es posible?... >>, pensó. < <¿Cómo sabe Mario el título del relato?>>.

Cuando consiguió reaccionar fue tarde: el taxi había desaparecido en el tráfago de la ciudad, pero había encontrado la señal para saber que su padre estaba bien.