IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Un amigo, un ángel

Beatriz Jiménez Castellanos, 15 años

                 Colegio La Vall (Barcelona)  

Le entusiasmaba sentir la fuerza del viento sobre la cara. Desde que se sacó el carné, iba en moto a todas partes y a todas horas. Con los años que tenía, no podía viajar por autopista, ni siquiera llevar a alguien a la espalda. Esas normas le parecían absurdas, a su juicio se puede ser tan maduro a los dieciséis que a los catorce. Sabía que saltándose aquellas reglas infligía la ley, pero nunca le paraba la policía.

Una noche, después de disfrutar de una agradable tarde con la pandilla, quiso llevar a Álvaro a su casa. Existían caminos alternativos a la autopista, pero eran mucho más largos y los padres de su amigo le obligaban a estar en casa a las diez, y faltaba solo un cuarto de hora, así que aceleró. Casi no se veían coches y con los que se encontraba los adelantaba sin dificultad. Álvaro no llevaba casco, pues no previó que volvería en moto, por eso el golpe fue mortal. Todo pasó muy rápido: tras el accidente Pablo estaba prácticamente ileso. Se frotó los ojos y miró alrededor: vio la moto destrozada. El coche que habían saltado por encima no tardó en marcharse. ¿Y Álvaro? Se levantó apresuradamente. A unos metros yacía su amigo, con los ojos cerrados. Se acercó a él y le intentó despertar, pero no se inmutaba. Con cierto temor puso los dedos sobre su cuello y notó que no respiraba. Tardó unos minutos en asimilar lo sucedido. Él, que presumía de no derramar nunca una lágrima, empezó a llorar como un niño.

Después del accidente, vino una época horrible para Pablo, y colateralmente para sus padres, hermanos, la familia entera, y también para sus amigos. La muerte de Álvaro era la primera, y también la única que había conocido. Por eso le afectó tanto, y porque él había sido el causante. No podía comprender como los demás la habían dejado en un segundo plano en tan poco tiempo. Todo le recordaba a Álvaro y al accidente. Puede que si no hubiese conducido él, no se hubiera impregnado de nostalgia cada vez que oía el nombre del difunto, o cada vez que escuchaba una moto. Su carácter fuerte y apasionado se tornó en introvertido, lo que le hacía sumergirse a menudo en sí mismo, sin querer aclarar esas dudas que le atormentaban. “La vida sigue”, decían todos. Esa frase le parecía estúpida. Sus padres le intentaron hacer ver que no mejoraría nada con esa actitud y que Dios sabía más que todos ellos. Pero Pablo no lo podía comprender ni tampoco se esforzaba por conseguirlo.

***

Pasaron dos años. Pablo tardó uno entero en superar la muerte de su amigo. Sin la ayuda de Marta no le hubiera sido posible.

La conoció en la fiesta de cumpleaños de un amigo común. Pablo estaba sentado, sin ganas de bailar, deprimido aún por la pérdida de Álvaro. Ella se acercó, se acomodó a su lado y empezó a hablarle con cierta indiferencia. Marta conocía su historia, como otra mucha gente. Distinguida por su facilidad de relacionarse con todo el mundo, se ganó la confianza de Pablo.

Marta procuró familiarizarse con Pablo para hacerle comprender lo mucho que valía y conseguir que aceptara los consejos que le daban aquellos que le querían. Le hizo ver que nada cambiaría: la muerte de su amigo era un hecho. Pablo era cristiano, por lo que no fue difícil que comprendiera que volvería a encontrarse con su amigo en el cielo. Marta no pretendía que le olvidara, sino que lo conservara en el rincón más tierno de su corazón. Consiguió levantar a Pablo, sacarle del abismo. Le devolvió el sentido a su existencia, puso rumbo nuevamente a su vida.