XI Edición

Curso 2014 - 2015

Alejandro Quintana

Un café con la muerte

Diego Minakata, 17 años

                 Colegio Liceo del Valle (Guadalajara, México)  

Las flores del jardín aún no habían soltado su aroma aunque el aire anunciara el frescor de la mañana.

Tata seguía acostado. Quería dar un paseo por la calle, pero era esclavo del sueño. Cuando sus pies tocaron el piso, se estremeció por el frio. Después de una ducha, se vistió, se colocó unos lentes redondos y un sombrero negro antes de mirar su reloj de bolsillo: eran las cinco de la mañana.

Tata tenía ochenta y cuatro años y vivía solo. Llevaba la edad marcada en la frente, en sus labios y en sus dedos retorcidos.

Mientras caminaba por las callejuelas, vio a un hombre montado en bicicleta que arrojaba el periódico a diferentes casas. El cielo seguía con un tinte oscuro en el que resaltaban las estrellas como pequeños diamantes.

A Tata ya no le quedaba nadie; todos sus amigos habían muerto. Necesitaba reencontrarse con tanta gente amada, pues su vida estaba por concluir, él lo sabía. Necesitaba encontrar a la muerte para descansar en paz.

Recorrió los diferentes lugares en donde la había visto: en los sitios en los que sus familiares y amigos habían fallecido. Después de tantos años de tratarla, sufría por su causa, pues no venía a visitarle ahora que él la necesitaba.

Se sentó en la terraza de una cafetería para admirar la ciudad. Una mesera se le acercó con una taza que desprendía un hilo de humo. Tata acercó la nariz al café para aspirar el aroma de tantos años de vida. En ese momento la vio.

Estaba allí, sin duda. De hecho, no había nada más que ella, como si la cafetería e incluso la ciudad hubiesen desaparecido.

Se quedó inmóvil, sin decir palabra. Intentó encontrar una emoción, pero no sintió nada. Miró su traje y pensó en las profundidades del cielo.

La respiración de Tata se detuvo. Ya no necesitaba el oxígeno; su corazón latía más lento y de su boca no salió palabra alguna. Lo había dicho todo.

Su vida concluía: no habría más vergüenzas, ni horas de trabajo, ni tiempo perdido con los amigos, ni fiestas familiares, ni comidas acompañadas.

La muerte y Tata intercambiaron una última mirada en aquel café.