VII Edición
Curso 2010 - 2011
Un día de lluvia
Mª Luisa Povedano Torres, 16 años
Colegio Zalima (Córdoba)
Era un hábito. Todas las noches de verano salían a la calle para contemplar el cielo de Castilla. Eran dos: una anciana y una chiquilla de corta edad. Iban de la mano para ayudarse mutuamente, ya que ninguna –una por su juventud y la otra por todo lo contrario- era capaz de ir sola hasta aquel lugar de la casa.
Una se sentaban en un banco de piedra, observaban. Sin decir nada, miraban hacia arriba y contemplaban el inmenso cielo estrellado.
Aunque no quería admitirlo, siempre llegaba un momento en el que la más pequeña sentía miedo de la oscuridad que les rodeaba. Entonces se sujetaba con más fuerza de la mano de aquella que parecía su abuela.
Era un momento mágico: la anciana, queriendo instruir a la chiquilla, señalaba hacia el cenit y nombraba las diferentes estrellas y constelaciones. Parecía que los astros sabían lo que ocurría en aquel diminuto lugar de la Meseta, pues comenzaban a brillar con más intensidad al escuchar sus nombres, como si quisieran colaborar en el aprendizaje de la pequeña que, libre ya de la congoja, las contemplaba fascinada.
Una vez terminada la lección, volvían despacito a la casa.
Esta ceremonia se repetía noche tras noche, hasta que con la llegada de septiembre terminaban las vacaciones de la niña en el pueblo.
Pasaron los años. La niña creció y a la anciana le llegó el momento que un día nos llega a todos. Su corazón, cansado de latir, se detuvo. Y sus ojos fueron perdiendo brillo hasta quedar sumidos en un vacío infinito.
Días después del entierro, la que antes fue una niña que contemplaba las estrellas de la mano de la anciana, fue a visitar su tumba. Se despistó y se perdió. Llegó la noche. Volvió entonces al mismo banco desde el que aprendió el nombre de las estrellas y de sus constelaciones. Se sentó y miró hacia el cielo, que estaba cuajado de luceros. Curiosamente, aquella era una noche de lluvia; de lluvia de estrellas fugaces.