VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

Un diario de colores

María Cristina Cabrera, 16 años

                  Colegio Puertapalma (Badajoz)  

Cada día, una niña de siete años escribe sentada en los escalones que separan la acera del portal de su casa. Utiliza un bolígrafo en cuyo extremo un muñeco naranja se balancea gracias a un pequeño muelle. De vez en cuando, sus grandes ojos oscuros observan el cielo y pasean por el parque infantil que hay al otro lado de la carretera. Hay muchos niños de su edad, además de matrimonios que pasean y grupos de jóvenes que charlan encaramados a los bancos de hierro. La niña observa el papel que tiene delante mientras se enrosca una de sus coletas en el dedo índice. Relee sus anotaciones y repasa los bordes de los dibujos. Añade colores aquí y allá. Resalta las palabras importantes y traza flechas que unen texto e ilustraciones.

Tras revisar la página por las dos caras, escribe su nombre, “Raquel”, rubricándolo torpemente, antes de cerrar el pequeño cuaderno y guardarlo dentro de su mochila.

Baja los escalones de dos en dos y avanza por la calle con aire risueño. Al cruzar un paso de cebra, juega a no pisar las franjas blancas y alza la mano para acariciar los enrejados. Como ha llovido, procura meter los pies en todos los charcos.

Entra en una tienda de chuches y escoge dos golosinas. Mientras una la va saboreando, la otra la guarda cuidadosamente en su mochila.

Raquel se interna entonces en un edificio blanco y gris. El hombre que hay en la recepción del hospital le hace un gesto con la cabeza al verle, indicándole que puede pasar. La niña sube escaleras y atraviesa pasillos sin dudar un momento su rumbo. Reanuda sus juegos en un largo corredor; saltando a la pata coja y cuidando de no pisar las líneas entre las baldosas. Llega a la habitación 282. Se detiene y abre la puerta despacio, casi colgándose del picaporte.

Todos los días, un chico de dieciséis años espera con impaciencia oír los saltos de su hermana antes de que ésta asome la cabeza en silencio.

Hace dos meses Jorge sufrió un accidente de moto que le dejó una semana inconsciente. Cuando despertó en el hospital, le dijeron que tenía graves fracturas en la espalda y que no podría caminar durante mucho tiempo. El mundo se le vino encima.

La habitación era, para Jorge, una celda que en vez de rejas tenía inmaculadas paredes blancas, en la que un pijama sustituía al traje rayado de presidiario. También la veía como una sala de torturas que no tenía nada de lúgubre pero sí de dolorosa. La cama y él formaban un solo cuerpo. A veces se preguntaba si, cuando le dieran el alta, conseguiría despegarse de aquel colchón.

Jorge había descubierto que la televisión podía llegar a hastiar, que querría cambiar estar enfermo por estudiar libros y apuntes. Harto de la rutina del hospital, se dejaba sumir en un profundo sopor.

Sólo le animan las visitas de su hermana pequeña, que siempre viene con ese cuaderno diario tan especial.

Antes del accidente, Raquel era una niña que no hablaba. Introvertida, tranquila y soñadora, solía responder con monosílabos o con movimientos de cabeza a las interpelaciones de las personas de su entorno. Dibujaba sin parar y escribía casi con la misma frecuencia desde que había aprendido a trazar el abdecedario. Todo lo observaba con sus grandes ojos oscuros y todo le producía curiosidad, pero entre ellos nuca mediaban palabras habladas.

Raquel comprendió que Jorge necesitaba de alguien que le contara las cosas que ocurrían fuera.

Desde entonces, sin faltar un solo día, Raquel sale de casa portando su cuaderno y se acerca al hospital. Ya en la habitación, le regala la golosina que porta en la mochila y le deposita el diario sobre las rodillas. Entonces lo abren y lo leen juntos.

En aquella libreta de hojas cuadriculadas, escribe las cosas más importantes que le han pasado o que han ocurrido en su casa, además de detalles de lo que solía compartir con Jorge antes del accidente. Lo que no sabe escribir lo dibuja, y a lo que es demasiado difícil de dibujar le hace una foto, que imprime con ayuda de su padre. Venciéndose a sí misma, Raquel le cuenta anécdotas, a la vez que Jorge le ayuda a encontrar las palabras adecuadas. A Raquel le gusta esconder su firma, que su hermano tiene que encontrar en el mínimo tiempo posible. Luego Jorge escribe un comentario en el cuaderno con la mano izquierda, lo que provoca en la niña una risa a causa de la torpe caligrafía.

Raquel, la niña de coletas rubias, colorea con su visita los días grises de su hermano mayor.