XIII Edición
Curso 2016 - 2017
Un duelo en alta mar
Pablo Garrido, 15 años
Colegio Mulhacén (Granada)
—¡Creo que es hora de que te sometas bajo mi mandato – sonó una voz fuerte y decidida a sus espaladas.
El capitán se giró sobre sus talones para descubrir a un miembro de su tripulación, que le miraba desafiante al tiempo que blandía una ancha y corta espada a la altura del pecho.
—¿Qué significa esto, contramaestre? -preguntó con voz un tanto sarcástica.
—Significa que a partir de ahora yo mandaré en este barco. Ríndete de inmediato y te dejaré conservar tu perra vida —le amenazó, cada vez más decidido.
—No sé a qué viene esto. No eres más que escoria... —le dijo con parsimonia mientras se quitaba el sombrero negro de la cabeza y se metía los dedos entre el cuero cabelludo-. Siempre supuse que tanto ron te afectaría a la cabeza. ¿De verdad quieres continuar con este desafío, Smith?
—¡Cierra esa sucia bocaza! Esto no es cosa del ron —le brillaron los ojos—. Ya no eres el mismo; te has vuelto blando y débil —sentenció con sorna—, y no pienso permitir que nos siga gobernando una sombra, aunque fuese del mismísimo Barba Negra.
Los marineros comenzaron a arremolinarse alrededor del capitán y Smith, movidos por la curiosidad y nerviosos ante el desenlace de aquella trifulca.
—¡Cierra el pico antes de que te arrepientas, y no te olvides de que no eres más que una rata de mar! —el capitán alzó la voz por primera vez—. Sin embargo, hoy me siento benevolente: te perdonaré la vida si bajas de inmediato esa espada. Solo tendrás que rezar para que los tiburones también te la perdonen —terminó con una lenta pero sonora carcajada.
—¡Basta de palabrería!... Tú te lo has buscado.
El corpulento pirata avanzó hacía el capitán lanzando dos espadazos al aire. Éste retrocedió rápidamente y se puso en guardia, desenvainando un sable cuyo filo no auguraba buenos presagios para Smith.
—¿No te bastaba con ser contramaestre? —le preguntó con tono irónico.
—Todavía no lo has entendido... No es por avaricia. Has cambiado; ahora eres débil.
Volvió a abalanzarse hacia él.
Intercambiaron varios golpes, tanteándose recíprocamente. Los del capitán eran limpios, certeros y premeditados. El contramaestre golpeaba de forma brusca y sin seguir patrón alguno. Una finta realizada por su adversario le alcanzó uno de los muslos, que le empezó a sangrar. Esto le enfureció. Descargó diversos espadazos cargados de rabia, pero el capitán los desviaba utilizando diferentes estrategias aprendidas en innumerables guerras.
Al tiempo que esto sucedía, un sol resplandeciente brillaba en lo alto del cielo.
—Te advertí de tu error —anunció amargamente el capitán a la par que se defendía y atacaba—. No soy el capitán de este barco por azar. Me gané el honor participando en mil batallas, sacando valor del mismo aire que respiro. Mis cicatrices así lo verifican.
—No cantes victoria tan pronto. Puede que antes rebosases energía y habilidad, pero ahora los años te hacen lento. Ten por seguro que caerás bajo mi espada antes del atardecer.
—Si así lo quieres, pasarás a ser un trofeo más en mi larga colección.
El barco se balanceaba arriba y abajo. El pirata le asestó un golpe al capitán con todas sus fuerzas, pero lo esquivó saltando a un lado, lo que aprovechó para sacudirle con la empuñadura del sable. Smith cayó al suelo y giró sobre sí mismo para salir del alcance de su enemigo.
—Ya estoy harto de tanto baile —dijo, poniéndose en pie—. Es hora de que te unas a tus víctimas en el más allá.
Dicho lo cual, sacó un trabuco que llevaba escondido entre sus ropajes, echó hacia atrás el martillo y le apuntó al pecho.
El capitán, siguiendo su instinto curtido en tantas escaramuzas, echó a correr hacia la popa. La tripulación se dispersó en esa zona, dejándole pasar sin dificultad y se agrupó en la proa por temor a que la bala les alcanzase. Un estruendo resonó por la cubierta. El movimiento del barco hizo que el plomo se estrellara contra un barril de manzanas, que corrieron libres por el puente.
El capitán, decidido a no darle otra oportunidad, saltó la pequeña barandilla que separaba el cambio de alturas y corrió en dirección de su agresor.
—¡Perro bastardo!... Eres una sabandija asquerosa que no tiene honor.
El pirata vertió un poco de pólvora en el cañón de la pistola. Se disponía a introducir una nueva bala cuando el capitán se le abalanzó y le arrojó sobre la tarima. Allí se golpearon mutuamente con saña.
Tras un intenso forcejeo, Smith esgrimió una pequeña navaja que guardaba en su bota. Su contrincante no tuvo tiempo de reaccionar y el metal le alcanzó el brazo. Echó a rodar hacia un lado, se puso de rodillas y se examinó la herida, intentando calmar el dolor.
El pirata aprovechó para levantarse y lanzarse contra él. Le agarró del cuello y comenzó a estrangularle con una fuerza endiablada.
—¡Maldito miserable! —exclamó con ira mientras intentaba zafarse de las manos que lo asfixiaban.
El vaivén del barco arrastraba consigo las manzanas por la borda junto con la espada del pirata, que acabó a los pies de su enemigo, quien alargando los brazos en un intento ímprobo por sobrevivir, la alcanzó y sin vacilar un instante la empuñó con ambas manos y le asestó a Smith una larga y profunda hendidura en el pecho, por donde se le escapó la vida a borbotones.
—Ahora pagarás por todos tus pecados, traidor —le auguró el capitán—. Ni siquiera has sido capaz de hacer un motín en condiciones. No te mereces sino el infierno.
Sin escrúpulos, le agarró por la camisa y con fuerzas sobrehumanas le zarandeó de un lado para otro hasta arrojarlo por la borda. Smith se ahogó en las profundas aguas del océano.
El capitán se apoyó en la barandilla. Tras unos momentos en los que trató de recuperar el ritmo de la respiración, se alzó solemnemente y miró a sus marineros.
—Estoy viejo para estos amotinamientos —susurró para sí—. ¡A trabajar, perros de mar! —gritó con brío renovado—. ¿O es que acaso alguien más quiere probar suerte?