VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

Un encuentro afortunado

Emilia Carrasco Aguilar, 14 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

Una mañana de marzo de 1482, Leonardo Da Vinci salió de paseo por las estrechas calles del mercado de Milán. Buscaba pigmentos y aceites para fabricar pinturas al óleo. No sabía el artista que, al mismo tiempo, Ludovico Sforza y su hija Bianca curioseaban los puestos, interesados en adquirir una caja de pinturas.

Se toparon ante el mismo tenderete. A Ludovico le sorprendió la calidad de las tierras y los pigmentos que escogía Da Vinci.

-¿Es usted pintor? -le preguntó Bianca.

Leonardo compuso un gesto divertido.

-Algo más que pintor, señora -le respondió enigmático-. Espero que alguna vez tengan ocasión de visitar mi estudio.

Cuando regresó a casa, se sentía inspirado. Pero la inspiración de nada le servía: no tenía mecenas que le protegiese.

Estaba dándole vueltas a cómo se las arreglaría cuando llamaron a su puerta.

Al abrir, se encontró con aquel hombre, el mismo que le había preguntado en el mercado por las pinturas.

-Perdone mi intrusión, pero quisiera hablar con usted sobre sus trabajos.

-Mucho gusto. Pase, pase al estudio.

Leonardo fue a la cocina a preparar un refrigerio. Mientras, la hija de Ludovico, Bianca, curioseó entre los extraños artilugios que aparecían en los dibujos de Da Vinci. También se fijo en las pinturas y en unos retratos. Eran distintos a todo lo que antes había visto.

-Ha sido una conversación muy interesante –se despidió Ludovico.

-Estoy de acuerdo con usted.

-Padre, llegaremos tarde a la cena... -intervino Bianca.

Leonardo quedó maravillado por el rostro de la joven. Su manera de sonreír era especial, enigmática. Por eso decidió que no podía quedarse en las sombras del olvido.

-La retrataré -se decidió.

Pero volvió a recalar en el mismo problema: no tenía mecenas.

De regreso al palacio, Bianca le explicó a su padre lo que había visto en los dibujos de Leonardo.

Ludovico necesitaba un pintor, pero no podía encargarle a cualquiera los retratos de su familia. No debía. Deseaba que un profesional de talla hiciese un retrato de su linda hija Bianca. Recordaba que, en las reuniones con sus amigos aristócratas, todos presumían de las pinturas que lucían en sus palacios, hechas por grandes maestros.

-Padre, Leonardo Da Vinci haría buenos retratos de nuestra familia. Deberías acogerlo en el palacio. Así, le encargarías ese retrato que llevo tiempo deseando.

-Es cierto que Leonardo es prudente, sabio y dibuja bien… Podremos probar durante un tiempo. Mañana iré a hablar con él.

Da Vinci abrió la puerta. Era Ludovico, aquel amable señor con el que había pasado la tarde del jueves.

Tomaron un buen berlingozzo, un pastel italiano parecido al bizcocho, y Ludovico de dispuso a hablar.

-He estado dándole vueltas a un asunto de importancia. Yo necesito un pintor y usted necesita un mecenas. ¿Qué le parecería venir a palacio y retratar a mi familia? Especialmente a Bianca.

Leonardo se inclinó sobre su silla de mimbre.

-¿Por qué me habrá elegido? -pensaba.

Aquel hombre le ofrecía la oportunidad de retratar a Bianca, cuya sonrisa le había cautivado.

-Estaré encantado de convertirme en su pintor de cámara -sonrió.

El retrato de Bianca fue su primer trabajo. Tardaría años en completar el cuadro. La sonrisa enigmática de aquella joven era difícil de plasmar en el lienzo. Cuando su señor lo mostró a sus amigos nobles, comenzaron a llamarlo “La Gioconda”.