XI Edición
Curso 2014 - 2015
Un misterio sin resolver
Amaya Senciales, 15 años
Colegio Sierra Blanca (Málaga)
La primera vez que activaron la máquina de codificar sentimientos fue a las ocho en punto de la mañana. Se encontraba oculta en uno de los semáforos de la ajetreada ciudad. Los científicos implicados estuvieron de acuerdo en que el proyecto tendría que ponerse en marcha bajo la más estricta confidencialidad, de forma que los habitantes no advirtieran que estaban siendo sometidos a un experimento.
<<No existe tecnología más avanzada que esta>>, afirmaban una y otra vez, extasiados. Y muy pronto obtuvieron los primeros resultados: el pequeño artilugio tomaba fotos de los viandantes (comprando el periódico, charlando, dirigiéndose al trabajo o al mercado…) y según su expresión, descifraba sus emociones e inventaba un código para cada una de ellas: el aburrimiento del señor que se había sentado en el banco, la tristeza de la viuda del portal… Todas las emociones se expresaban en un ordenador de forma racional. <<Los sentimientos son como los programas informáticos>>, pensaron los expertos. <<Nos asemejamos más a máquinas de lo que nunca imaginamos>>.
Durante meses, la oficina secreta prosiguió con sus estudios por mero formalismo; consideraban que las pruebas eran concluyentes. Pero estaban equivocados. Y en absoluto estaban preparados para lo que ocurrió después.
Aquel día toda la ciudad parecía estremecerse por la lluvia. Los transeúntes caminaban inquietos y el tráfico era una maraña de cláxones. Todo el mundo parecía sentirse impaciente por llegar a casa. También la anciana que trataba de cruzar el paso de cebra.
Ocurrió muy deprisa: el semáforo se puso en rojo cuando la señora aún no había alcanzado la acera. De pronto, una mano la ayudó. Era de un vagabundo de aspecto descuidado, vestido con harapos. La máquina de codificar sentimientos inmortalizó el instante.
Cuando los científicos recibieron la fotografía, se percataron de que su artefacto no había añadido un código para aquella conducta. No existía.
<<Tiene que tratarse de un error>>, se dijeron.
Pero, ¿qué emoción habría llevado a un mendigo a salvar a la anciana? ¿Qué razón podía albergar su corazón? Interés, obediencia, egoísmo… Aquellas categorías no le encajaban. El vagabundo no conocía a la mujer. No había ningún motivo racional que explicara su mano tendida.
Siguieron realizando nuevos experimentos. La máquina daba más y más fallos. Su proyecto, que en un principio había dado tantas respuestas, contestaba con nuevas preguntas.
Revisaron todas las piezas del aparato y comprobaron todas sus operaciones en busca de aquel detalle que se les había escapado. Se olvidaron del pordiosero, el último hombre al que habrían preguntado y que sin embargo conocía la solución al enigma.
<<Amor>>, habría contestado. <<Una pizca>>, les habría dicho con sencillez. Puede que no les gustara aquella respuesta. Puede que, en realidad, no quisieran saberla. Era más fácil pensar que el ser humano es más simple.
Finalmente, los investigadores se dieron por vencidos y disolvieron su proyecto. O puede que no. A veces da la impresión de que el semáforo guiña una de sus luces… Es un guiño a la esperanza de que, quizás, todavía siga en marcha la búsqueda de ese sentimiento no encontrado.