IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Un muñeco de papel

Alberto Frías, 16 años

                Colegio Mulhacén (Granada)  

Una caja de zapatos vieja y vacía. Es mi casa, mi palacio, mi mansión, mi celda. Cuatro paredes de cartón, con barniz por la capa exterior, a las que se les sumo el suelo que me soporta y una tapa que me protege del cambio de tiempo dentro de la habitación de Sik. Por supuesto, ni el suelo es de mármol ni el techo de teja. Pero es todo lo que tengo. Las ventanas no son excesivamente grandes; tienen forma de ojo de buey. A veces pienso que esta caja estuvo destinada a convertirse en un barco. La puerta, si se le puede conceder ese nombre, es una ranura en una de las paredes. El mobiliario: una cama, la mesa y la silla. Ahí paso la mayoría de los días, salvo cuando me reclama Sik o su hermano para alguna misión trepidante. Entonces soy feliz.

Últimamente no he visto casi la luz. No me refiero a la del sol, porque vivo en una habitación, ¿recuerdas? Creo que ya no le gusto a Sik. Ya no me utiliza en sus misiones, ni siquiera como malo malísimo. Es lo que tiene ser muñeco: un día eres el centro de la diversión y el siguiente estás en una papelera con dos o tres miembros amputados. He visto barbaridades, pero preferiría arder o explotar con un petardo atado a la espalda antes que sufrir el olvido.

Recuerdo los viejos tiempos, cuando nací, cuando me perdí, cuando vagué por las calles de la ciudad llevado por el viento caprichosos. Tantos recuerdos... Contemplo en tercera persona el momento en el que dejé de ser un ticket de autobús para comenzar a ser una pequeña persona de papel. Después de aquel extraño momento viene una laguna porque fui abandonado, pero no fue un abandono triste, ni mucho menos; era parte del Plan. Mi creador, aunque joven, tenía un gran corazón. Me dejó en el asiento del autobús cuando llegó su parada. Quería que la siguiente persona que se sentara se alegrara al encontrarme. ¡Qué cosas se les ocurren a los humanos!

Y caí en manos de una señora mayor que hizo sentirme útil, a pesar de que decidió cederle su momentánea alegría al siguiente pasajero. Ese día pasé varias horas en el autobús. ¡Pero qué horas! Me convertí en el centro de todas las atenciones.

La tercera persona que me encontró era vagabundo. Creo que estaba loco, pero de una dulce locura. Será verdad aquello que leyó Sik: la inteligencia roza la locura y la locura se alimenta de inteligencia. Pero el vagabundo tenía un problema de memoria y me olvidó. Caí al suelo en una céntrica calle atestada de gente. Esquivé zapatos asesinos un buen rato antes de que una corriente de viento me concediera un tour guiado por la ciudad. Fue asombroso y terrorífico. Lo mejor que me ocurrió durante ese viaje fue entrar con una sacudida en el interior de una tienda en la que fui a parar a manos de un niño. Era Sik.

Ahora estoy aquí, en mi casa dentro de su casa. Formamos una familia entrañable. El Resto y yo. Yo y el Resto. Los llamo el Resto no en tono despectivo, ni mucho menos, porque ellos viven aparte, en el Gran Cajón. Los envidio. Sí. Ellos viven juntos, en comunidad, y no se aburren nunca. Pero yo no podría estar con ellos porque me rompería. Ellos son de plástico, yo de papel.

Cuando realizamos alguna misión, yo suelo ser el héroe por aquello de que soy muy fino y tengo gran capacidad para el sigilo. El bando de los buenos lo formamos Tom, el soldado deforme, y un servidor. Sik también lo recuperó de la calle. En el bando de los malos se sitúan los demás... Nunca me he parado a contarlos. El caso es que últimamente Silk nos ha abandonado a todos. Desde que le regalaron aquella máquina ya no se mete en la cama con nosotros ni nos llevaba al colegio para compartirnos con sus amigos. Ahora que la tecnología ha inundado su vida ya no tiene tiempo para nosotros. Este ya no es nuestro tiempo.