VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

Un muro de papel

Miriam Dominguez Blasco, 17 años

                 Escuela Zalima (Córdoba)  

Me llamo Laila. Creo que tengo treinta y dos años y escribo mis memorias desde una prisión de mujeres en algún lugar de Afganistán.

Mi infancia fue muy feliz: crecí rodeada de la atención y del cariño de mis padres y de mis hermanas. Yo era la mayor. Mi padre era médico, por lo que no pasamos penurias, ni hambre ni otras necesidades. Todo era perfecto.

Tenía trece años cuando mi vida cambió por completo. Un día regresaba de jugar con los peces del estanque que había en el jardín, cuando mi padre me llamó y yo, obediente, acudí. En el salón había un señor con el que mis padres tomaban el té y mantenían una conversación cordial. Fue así como conocí a mi futuro marido. Ya nada se podía hacer; mi matrimonio estaba pactado. Lloré, pataleé, supliqué… Mi corazón sufría mientras mi madre rogaba a mi padre permiso para consolarme.

Recogí mis cosas, me despedí de mis hermanas, de mis juegos, de mis recuerdos, de mi niñez y al día siguiente partimos hacia Kabul. No miré a los ojos a mi padre. Jamás volvería a verlo.

Reza era un comerciante de telas, de cuarenta años, que poseía una modesta casa en un barrio de Kabul. Era callado. No le gustaba hablar ni que le hablase, aunque se hacía entender muy bien cuando deseaba algo: utilizaba los sonidos de sus manos y sus expresiones faciales, que siempre eran amenazantes para demostrar quién tenía el poder.

Él dormía en su cuarto y yo en el mío. Cuando quería estar conmigo, venía a mi cama para desahogarse. De esta manera me recordaba su derecho a ser padre y mi obligación de darle un hijo varón. Pero no fue así. Nueve meses más tarde nació su primera y única hija, llamada Nasrin.

Ya recuperada del parto, una noche mecía a mi bebé cuando Reza entró en mi habitación acusándome de haber parido una niña, contradiciendo así su voluntad. Entonces, con una cuerda de nudos azotó mi espalda con rabia hasta que caí de rodillas. Había dejado a mi hijita con cuidado encima de la cama. Me cogió por los pelos de la nuca y me estampó contra el marco de la puerta. Reboté hasta caer al suelo. Nasrin, asustada, no paraba de llorar. Al incorporarme para calmarla, me di cuenta de que había perdido un diente y me tenía partidos otros dos más. De nuevo me atrapó Reza y me derribó como si fuera un muro de papel. Cuando estuve sobre el suelo, descargó toda su ira. Allí quedé, sola, lamiéndome mis heridas y sin derramar una sola lágrima. Me había prometido que aquel hombre jamás provocaría en mí ningún tipo de sentimiento, ni bueno ni malo. A partir de entonces, aprendería a ignorarlo.

Cada mañana Reza se marchaba al mercado para atender su negocio. Yo limpiaba la casa, hacía la comida, mimaba a mi pequeña y, sobretodo, me evadía recordando mi infancia, las risas de mis hermanas, las carreras por el jardín, el olor de mi madre y los abrazos de mi padre…

-¡Papá, papá! -Me sorprendí llamándolo-. ¿Eres tú la causa de mi desdicha?

Ese día cociné para Reza un poco de Mantú, una masa de harina y agua rellena de carne de cordero aderezado con cilantro, acompañado de bolitas de arroz y pan negro de centeno. Con este acto quise mostrarle que estaba dispuesta a mantener un periodo de paz, pero mis mejores intenciones se desvanecieron con su primer bocado:

-Mujer, ¡este cordero está duro como una roca! -gritó.

Trozo a trozo, masticó la carne y la escupió sobre la mesa. A continuación me obligó a comerme todos sus desechos con sus correspondientes insultos y maltratos.

Cuando Nasrin tenía dos años me volví a quedar embarazada. No sabía cómo tomármelo. Sentía alegría por la vida que crecía dentro de mí, pero también pánico porque la criatura no fuese un varón. Esta vez tenía que serlo; de lo contrario Reza se enfadaría y me maltrataría hasta el final.

Cuando se lo comuniqué, me presionó para que hiciera lo posible para parirle un varón. De no ser así, mi hija sufriría las consecuencias de mi incompetencia. Me explicó que conocía muy bien a las mujeres de mi calaña, me acusó de adulterio y me recriminó que Nasrin no era hija suya y que no tenía porqué mantenerla. Mi marido deliraba locura a la vez que amenazaba a mi hija poniendo su corta vida en peligro. Entonces agarré su decidido puño con mis manos, haciéndole entender que los dos serían hijos suyos. Una patada directa y contundente fue a parar a mi vientre, entonces perdí el equilibrio y caí de espalda.

Me desperté en la cama, mareada y con dolor de cabeza. Al intentar incorporarme sentí dolores por todo el cuerpo. A mi lado dormía plácidamente mi pequeña, el mejor de los remedios para cualquier mal. Mientras intentaba recordar qué podía haber pasado, sentí que una humedad caliente recorría mi espalda hasta llegarme a las piernas. Me levanté para comprobar que estaba sangrando. Comprendí que había perdido a mi bebé. Desde uno de los rincones del cuarto, la voz de Reza retumbó.

-Mujer, ¡No sirves ni para ser mujer!

Durante tres semanas mantuve un pulso con la muerte. Tenía que ser fuerte y luchar con todas mis fuerzas para proteger a Nasrin. Mina, una vecina a la que apenas había visto ni hablado, cuidó de mí y de mi hija. Las fiebres altas y las graves infecciones arrojaron sobre mí diez años más, a la vez que me privaron del derecho a ser madre, ya que quedé estéril para siempre.

Mi vida había llegado a su final. Habiendo sido repudiada por mi marido, dada mi incapacidad de procrear, decidí escapar con mi hija y regresar a mi casa.

Permanecí oculta durante muchos años, sobreviviendo de la caridad. No debía mostrarme en público porque en Afganistán las mujeres que abandonan a su marido son perseguidas y castigadas con la máxima pena, la muerte, y eso no beneficiaría en nada a Nasrin.

Con treinta y pocos años, envejecida, cansada y enferma logré llegar al lugar que me vio nacer, pero allí no vivía nadie y todo estaba destruido y abandonado. Meses más tardes conseguí dar con el paradero de una de mis hermanas, fue un encuentro emotivo y doloroso. Tras explicarle todos mis sufrimientos la convencí para que criara a mi hija como a la suya propia. Sabía que me tenía que marchar para proteger a mi pequeña, pues la policía me buscaría y no cesaría hasta encontrarme. Mi hermana me anunció que ya habían pasado por su casa preguntando por mí.

De todas las despedidas esta fue la más dura: tuve que decirle adiós a mi hija. Sabía que la dejaba en buenas manos.

Días más tarde me entregué a la policía. Tuve un juicio corto e injusto porque apenas me pude defender, ni siquiera mis dolencias físicas y psíquicas hablaron por mí; nadie les dio importancia. Se me declaró culpable y condenada a morir. Ahora espero mi turno en una prisión de mujeres.

No hay día en el que no hable con mi padre. Le pido perdón y le doy las gracias por lo feliz que llegué a ser a su lado. No hay un solo minuto en el que no piense en mi hija, por haberme brindado la oportunidad de ser madre y quererla como la he querido.