VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

Un simple juego de niños

Nerea Páramo Ormaetxe, 16 años

                 Colegio Ayalde (Bilbao)  

Era el verano de 1936 y el calor incesante del sol nos obligaba a resguardarnos bajo las higueras de detrás del caserón. Eran días de sonrisas, de juegos inventados, de los de verdad, de los que brotaban de la imaginación. Yo tan solo tenía unos pocos años que podía contar con los dedos de mis manos, quedándome estas completamente abiertas.

Mi hermano me tiraba de las faldas y rogaba con ojitos de cordero que lo estrechara entre mis brazos. Alcanzaba a decir un ‘’Julia’’ y yo, aturdida, lo zarandeaba jugando con él. Todo parecía como pintado de los colores del arco iris en aquel mundo de sonrisas, de sabor a higos y peras. Nos respaldábamos unos a otros cuando se avecinaba una bronca de las grandes.

Todo empezó a cambiar el 18 de julio. Ese día el tío Higinio vino de Bilbao con la noticia de que se avecinaba una guerra. Según él, no teníamos que preocuparnos, ya que los frentes de la contienda estaban muy lejos.

El verano transcurrió con pequeños altibajos y en septiembre regresamos a la rutina. Sacamos las pequeñas pizarras del armario de la cocina y volvimos a usar sacos para resguardarnos de la lluvia de camino a la escuela. Volvimos a clase y las maestras nos recordaron que estábamos en guerra, aunque recalcaron que la batalla estaba lejos.

Era un sábado de noviembre por la mañana, cuando asomada a la ventana vi pasar largas hileras de camiones GMC. Iban atestadas de soldados que se dirigían el frente.

Yo aun desconocía que uno de esos soldados que iban a ganar posiciones, sería mi futuro compañero de malos y buenos momentos, de salud y enfermedad, de sonrisas, y lágrimas.

El primer bombardeo de la Legión Cóndor, el 31 de marzo del 37, devastó a la población de Durango. Trazábamos letras en las pizarrillas cuando las maestras nos sacaron atemorizadas de la escuela y nos condujeron al monte, en dónde encontramos refugio.

Hubo llantos, comenzando por el mío, que repiqueteaban en mis oídos. Sentimos miedo, un miedo que hacía que se te erizara los pelos. Incertidumbre, desolación, angustia... Es difícil de expresar una sensación como aquella; hace falta vivirla para saber de qué se trata.

Al volver a casa, aún con la sangre helada y un nudo inquebrantable en la garganta, empezamos a atisbar camiones con trapos blancos sacudiéndose en el aire, camiones llenos de heridos que se dirigían hacia Bilbao. También recuerdo que en ese mismo instante, todo dio un giro; el mundo se estaba resquebrajando y, con él, nuestras vidas.

La escuela cerró sus puertas. Se acabaron los días de tiza y cuadernos manoseados. Empezamos a pasar las jornadas en casa. Yo, como de costumbre, cuidaba de mis dos hermanos pequeños. Les mimaba y les daba ese cariño que tanto les faltaba de nuestros padres, que pasaban las horas labrando la tierra. No tenían tiempo de andarse con miramientos y nosotros éramos felices con tal de llenar el estómago. Al fin y al cabo, en un futuro cercano, un plato de alubias y unas castañas serían manjar de dioses.

Una mañana tuvimos que refugiarnos en la cuadra. Santi me miraba, desconcertado. Era fácil leer el miedo en sus ojos. Lo agarré de la manga de la camisa y con la otra mano alcancé a Antxón. Corrimos hacia la cuadra y nos quedamos allí, a esperar a que todo acabara.

No sabíamos dónde estaban Aita y Ama. Rezamos para que nada malo les hubiera pasado, para que hubieran encontrado algún refugio.

Notaba los fuertes latidos de Santi contra mi pecho. Su corazón daba saltitos y el nuestro también, a su compás. Nos agarramos los tres de las manos, estrechándolas fuertemente. Todo pasó y, aún con los corazones en un puño, sentimos alivio, una sensación que, a pesar de todo, nos hizo sonreír: seguíamos con vida.

Pasaron los meses y con ellos la angustia y el desasosiego. Venció la alegría de tener algo que llevarnos a la boca y el vínculo cada vez más estrecho que nos unía. Eso sí, acudíamos a un nuevo refugio en las minas de ‘’El abuelo’’, nombre con el que apodábamos al avión que nos avisaba de los bombardeos.

También recuerdo con nitidez el sonido de la sirena, que hacía que nos estremeciésemos y que un torrente de adrenalina corriese por nuestra sangre.

Me vienen a la memoria imágenes de cómo nos acurrucábamos sobre el suelo cubierto de agujas de pino, así como de otros recuerdos que quisiera borrar de mi mente.

Quizás todo esto que pasamos haya servido de algo. Quizás ahora sabemos valorar las cosas. Quizás con ello hayamos aprendido el verdadero valor de la vida.

Han pasado ya muchos años. Los surcos en mi piel trazan caminos en este mapa de sabiduría, los pliegues de mis ojos forman arrugas al dibujarse en mis labios una sonrisa. Pero en el fondo de mi espíritu, sigue habitando aquella niña que corría libre y despreocupada por la vida, segura de que la vida es mucho más que todas esas guerras que se jugaban entre ciegos. La rabia, el odio y el rencor les cegaba y no les dejaba atisbar una pizca de lo que de verdad importa. Y todo ello desencadenó una tragedia, una catástrofe peor que una guerra, pues fue una lucha entre hermanos, una pelea de armas jugada por niños.