VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

Un solo muy peculiar

Carlota Cumella de Montserrat, 14 años

                    Colegio Canigó (Barcelona)  

A los catorce años, María sufrió el atropello de una furgoneta. Desde pequeña su pasión era el ballet clásico: soñaba bailar en los grandes teatros de Europa, dejarse conducir por la música y recibir el aplauso del público. Pero su sueño se desmoronó como un castillo de naipes al recibir la noticia de que no podría volver a mover las piernas.

Su vida continuó. Aunque no podía bailar nunca perdió la sonrisa. Se resistía a abandonar su sueño, así que decidió guardarlo dobladito en el interior de su corazón. Sólo de vez en cuando lo desdoblaba y dejaba volar la imaginación hacia los grandes escenarios.

Un viernes, cuando regresó del colegio a su casa encontró un sobre encima de la cama. Lo abrió y asombrada encontró una entrada para el ballet de Corella. Aquel sobre no tenía remitente, solo una nota que decía: “Con cariño, porque los sueños existen para ser cumplidos”.

La noche del espectáculo se vistió con una preciosa blusa. Después de peinarse y repeinarse, a las siete estaba sentada en una butaca de la platea, con las emociones a flor de piel.

En cuanto rompieron los acordes de la orquesta, María lo observaba todo sin pestañear, concentrándose en los bailarines, que saltaban y giraban en el aire como si no pesaran. Se convenció de que nunca se había sentido tan feliz.

La función, como todo lo bueno en esta vida, acabo. Al caer el telón, aplaudió hasta que sus manos se adormecieron.

Entonces subió el coreógrafo al escenario y dijo:

-Y ahora, con todos ustedes, un solo muy peculiar que seguro les encantará.

De pronto aparecieron en la platea sus antiguas compañeras de ballet. Empujando su silla de ruedas, la condujeron hasta el escenario. Una de ellas le susurró:

-Baila como sabes, aunque solo puedas de tronco para arriba.

Le guiñó un ojo y la dejó en medio de las tablas. Un foco la deslumbraba.

La música empezó a sonar y, a su vez, María dejó que su cuerpo se llenara de aquellas notas. Después de diez años, sus brazos lograban seguir a la orquesta como si nunca hubiera dejado de bailar. No estaba en un teatro de Viena, pero aquello era aun mejor de lo que antes hubiese imaginado.