XIII Edición
Curso 2016 - 2017
Un trocito de césped
María Guitián, 16 años
Colegio Grazalema
Me despertó un extraño golpe en el suelo. Me giré para ver lo que ocurría y vi a mi hermana María deslizarse por la puerta y bajar por las escaleras. La seguí con sigilo y la observé cuando entraba en la cocina para pedirle algo a mi madre con gestos agitados. Mi madre intentó calmarla, pero al final le dio su aprobación para lo que fuese que María quería hacer. Entonces volví corriendo a mi cama y fingí estar dormida.
Mamá y María se vistieron y se marcharon. Bajé a desayunar mientras la cabeza me daba mil vueltas. Yo sabía que mi hermana no estaba bien; los médicos habían dicho que no le quedaba ni un año de vida. Tragué con dificultad, mientras pensaba que esa podía ser la última mañana que la viera… Tratando de tranquilizarme, sacudí la cabeza e intenté ser positiva.
Transcurrieron dos horas hasta que oí las llaves en la cerradura.
—¡María! ¿Estás bien? ¿Dónde estabais?...
—Tranquila, Laura. He ido con mamá al vivero -me contestó.
—¿Al vivero? ¿Para qué? —pregunté extrañada.
—Es que desde mi ventana veo el jardín cada día más seco y triste… Por eso quiero plantar un trocito de césped. Así, cuando mire, estaré más contenta.
—¿Y no habría sido más fácil comprar césped artificial? Tarda menos en colocarse y no hay que cuidarlo —le dije, aliviada porque su estado no hubiese empeorado.
—Es que el césped artificial no es más que un trozo de plástico. De mentira. Sin vida… Y yo no quiero eso. Quiero que el césped sea un reflejo de la realidad: si lo cuidas con dedicación, lograrás que vaya creciendo. Habrá épocas en las que se mustie, para después crecer de nuevo. Como todo, habrá un día en el que muera, pero mientras tanto su vida estará llena de momentos especiales. Nunca lo olvides, Laura: l artificial no tiene sentimientos, y una vida sin sentimientos es una vida vacía y estéril.
Me quedé pensativa mientras ella subía despacio las escaleras para volver a acostarse. Se veía que estaba cansada, pero también le noté feliz.
Fue pasando el tiempo. María cuidaba de su césped y parecía que su salud mejoraba, aunque todos sabíamos que no era así. Teníamos mucho miedo a que llegara el momento de la despedida definitiva.
Una mañana María estaba con mi madre en el salón, arreglando unas flores. Entonces se desmayó y mamá se la llevó al hospital. Allí, una vez ingresada, me permitieron ir a verla. Entré en la habitación, prometiéndome que no iba a llorar. Mi hermana estaba en la cama, con los ojos cerrados.
—¿Cómo está la hermana más guapa del mundo mundial? —le pregunté, tratando de sonreír.
—¡Qué gansa eres! ¡Pero si tú te llevaste toda la belleza! —me respondió, entreabriendo los ojos y luchando por parecer animada.
Me reí antes de decirle:
—El césped está cada día más bonito. Has hecho un trabajo excelente.
—De eso te quería hablar; las dos sabemos que no me queda mucho tiempo. Por eso, cuando yo no esté, quiero que tú te encargues del césped. Cada vez que lo cuides, te acordarás de mí. No te olvides de aquello que te dije: tienes que ser siempre natural. Que nadie te cambie tu manera de ser. ¿Me entiendes, Laura? —me preguntó, mientras me miraba con seriedad.
Entonces rompí el pacto que había firmado conmigo misma y una lágrima cayó por mi mejilla. Asentí con la cabeza y abracé a mi hermana con fuerza, mientras ella lo hacía con la poca que le quedaba.
—Te quiero —murmuré—. Nunca lo olvides.