XI Edición

Curso 2014 - 2015

Alejandro Quintana

Un verano, un aprendizaje

Irene Cánovas, 15 años

                 Colegio Iale (Valencia)  

Según mi madre, las vacaciones de verano no sólo se inventaron para descansar. Hay que relajarse, pasárselo bien después de haber finalizado el curso, pero también hay tiempo para hacer algo por los demás. Por eso mi madre insiste en que, si no te preocupas en ocupar el tiempo con algo de provecho, el verano termina por embrutecerte. Y creo que tiene razón.

Antes de terminar las clases, ella me dijo que me iba a enviar unas semanas a la casa de mi tía abuela, que vive en un pueblo de Almería que se llama Carboneras, cerca del mar. La playa se encuentra apenas a unos minutos en coche, lo cual, según se mire, es un lujo. El único problema es que allí no hay mucho que hacer. De otra manera no me importaría quedarme un tiempo largo.

Mi madre no me lo propuso; más bien me obligó. Dijo que para perder el tiempo en mi casa, que me fuera a hacerle compañía a mi tía. Ni que decir tiene que era una guerra perdida. Así que asumí mi destino y preparé la maleta con no demasiado entusiasmo

Los primeros días no fueron tan malos. Paseos por la playa, charlas con mi tía, un rato de lectura y poco más. Sin embargo era una rutina y yo… odio las rutinas.

Uno de esos días, mi tía abuela me enseñó la buhardilla. Allí había todo tipo de trastos viejos. Me dijo que podía revolverlos y coger aquello que me gustara. A fin de cuentas, todos aquellos cachivaches sólo servían para coger polvo.

Me pasé el día husmeando. Encontré una bicicleta un poco anticuada que me encantó nada más verla, y eso que necesitaba unos cuantos arreglos. Esa misma tarde me propuse ponerla en funcionamiento. Tuve algunos problemas, pero antes de cenar ya estaba lista. Al día siguiente comencé a hacer ciclismo, yendo desde la casa hasta la playa de los Muertos.

Llevaba ya una semana paseando en bicicleta cuando, a lo lejos, descubrí un grupo de gente en la orilla. Me extrañó tanto tumulto y me acerqué por curiosidad.

La razón había sido la llegada de una patera. La marea la había llevado hasta la playa. Venía repleta de niños procedentes de Marruecos. Al principio pensé que la policía los devolvería a su país, pero me di cuenta de que eran pequeños y, según la Ley, se tenían que quedar hasta que fueran mayores de edad.

Me acerqué y empecé a colaborar con los adultos. Ayudé a unos cuantos niños y me puse a hablar con ellos. ¡Por fin había encontrado un magnífico uso a las clases de francés que mi madre me había hecho recibir! Tenían entre seis y diez años. Estaban asustados, temblorosos y ateridos.

Al escuchar sus historias se me saltaron las lágrimas. Primero hablé con Rachid. Su padre murió y su madre continuaba en Marruecos. Le había enviado a España con la esperanza de que recibiera mejores oportunidades que ella. Hadmed tenía una historia parecida. Uno tras otro me contaron cómo habían llegado hasta allí y el porqué. Hambre, miseria, enfermedades y mucha, mucha pena y dolor.

Me dijeron que querían hacer algo por sus familias. La única manera de que pudieran conseguirlo era que se pusieran a estudiar con empeño, para labrarse un porvenir.

La policía dijo que se los iban a llevar a un refugio para inmigrantes. Yo tenía que hacer algo, pues reconozco que no tengo las ganas que ellos tienen de aprender, lo que no quiere decir que no tenga ganas de enseñar. Al contrario, nunca había estado tan segura de algo.

Ahora veo lo afortunada que he sido y cómo no lo he aprovechado lo suficiente. Así que esta es mi manera de “recompensar” y decir que no he desperdiciado del todo el tiempo.

Me acerqué al refugio para colaborar en el programa de acogida de aquellos niños.

Pase lo que pase, no creo que pueda olvidar este verano.