VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

Una decisión, un cambio
en mi vida

Helena Ledo, 15 años

                  Colegio Puertapalma (Badajoz)  

Anduve decidido hacia la Asamblea. Mis pies iban marcando el ritmo de los pasos, un dos, un dos..., que retumbaban en los pasillos. La poca gente que allí se encontraba giraba la cabeza para ver quién era la persona que llegaba tan tarde. ¡Estaba tan nervioso! El corazón me latía deprisa y el pulso se me aceleraba. Me caían gotas de sudor que iba recorriendo mi frente hasta que llegaba a mis gruesas cejas, de donde me las retiraba con un pañuelo con mis iniciales: “J.M.”.

Delante de la última puerta había un cartel: “Todo será por la libertad del pueblo”. En ese momento me eché a un lado y tomé asiento en un banco. Me incliné hacia adelante y, sintiéndome mareado, apoyé los codos sobres mis piernas y mis manos se entrelazaron sobre la nuca.

Por naturaleza, era nervioso, inquieto e indeciso. Había llegado el momento de tomar una decisión. Me levanté y, seguro de mí mismo, me acerqué a la puerta. Agarré el pomo, la abrí y entré mirando al frente.

-Buenos días, señores.

Todos los allí presentes tenían distintas expresiones, algunas de menosprecio. Unos me miraban como si pensaran <<apostaba que no vendría>>. Otros <<a ver qué hace con su voto>>. Pero se quedaron en silencio.

Me acerqué a la silla con mis iniciales, “J.M.”, y me senté. Agarré el primer papel que encontré en la mesa redonda y, para ocultar los nervios, lo rompí en minúsculos trozos. Don Vicente Pascual explicó las medidas que se iban a tomar con la nueva Constitución y las reformas que traería. No dejé de mirar a la puerta esperando que alguien nos avisara del la hora del descanso.

Éramos más de cincuenta diputados. Unos estaban de acuerdo con la nueva Constitución y otros no. Unos eran liberales y pretendían poner fin al Antiguo Régimen, y otros eran partidarios del absolutismo, del regreso del rey y del Gobierno anterior. Yo sólo era un joven que había tomado su acta para hacer feliz a mi padre. Hubiese preferido ser médico, pero el sueño de mi padre consistía en que su primogénito liberase al pueblo de la invasión francesa. A los veintidós años formé parte de la Asamblea constituyente junto a mi amigo Álvaro Martínez, y a los veintiséis desempeñaba un cargo relevante para el devenir de España.

Me había sentado entre José Cerero y Manuel Goyanes, ambos mayores que yo. Dos asientos a la derecha estaba uno de los diputados más radicales, enemigo mío, Evaristo Pérez de Castro, un hombre que vivía a costa del sufrimiento de los demás, ajeno al dolor que provocaban sus medidas.

Los que ocupábamos aquella sala formábamos la famosa”Junta Central”. Cualquier ciudadano estaría orgulloso de pertenecer a la misma, pues nos veían como héroes que liberaríamos al pueblo del sometimiento a José I, hermano de Napoleón.

Miré al techo y conté las vigas de madera y las lámparas sobre nuestras cabezas. Los diputados leían en voz alta algunos de los artículos de la Carta Legal.

<<La soberanía reside esencialmente en la Nación y, por lo mismo, pertenece a esta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales. (…)

La religión de la Nación española es y será perpetuamente la Católica, Apostólica, Romana, única verdadera. La Nación (…) prohíbe el ejercicio de cualquier otra. (…)

La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el rey y la potestad de hacer ejecutar las leyes reside solamente en el rey.

La potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales reside en los tribunales establecidos por la ley. (…)

Entró un joven de unos diecisiete años con una bandeja, en la que llevaba unos cuantos botijos de agua. Vicente anunció que era la hora del descanso.

Busqué a Álvaro, que se encontraba en el ala opuesta. Hablaba con Juan Pérez, un diputado que acudía a la junta desde León. Con educación, aguardé a un lado distraído con un cuadro que ofrecía la vida de Adán y Eva en el Paraíso. ¡Qué fácil tuvo que ser la vida en aquella situación!

Noté una mano en el hombro derecho. Era Jorge Casona, diputado por Burgos y buen amigo. También Álvaro se unió a nuestra conversación. Estuvimos charlando y riendo hasta que Vicente nos pidió que tomáramos de nuevo asiento. En veinte minutos votaríamos antes de rubricar la Constitución.

<<¿Debo firmar o abstenerme?>> Yo quería un gobierno diferente, porque la constitución traería consecuencias graves para Maríe, una joven nacida en Toulouse que se había trasladado a España con su familia. Éramos amigos desde hacía tres años. Nos conocimos en una plaza de Cádiz: ella sacaba del pozo un cubo lleno de agua cuando se le resbaló la cuerda que lo sostenía y cayó al vacío. Acudí rápidamente a ayudarla. Entonces me di cuenta de que era la mujer más bonita de la tierra.

Con el tiempo nos hicimos muy buenos amigos. Solíamos quedar al lado de una posada que estaba a dos kilómetros de la ciudad. Nos contábamos todo, paseábamos juntos, nos divertíamos y aprendimos a confiar el uno en el otro.

Vicente pidió que nos pusiéramos en pie: había llegado la hora de firmar. Empezó a llamarnos por orden alfabético. Mientras los diputados juraban la nueva Constitución, yo pensaba en el modo de avisar a Maríe. Llegó mi turno, di dos pasos al frente, con seguridad, y sacándome las manos de los bolsillos agarré la pluma sin apartar la vista de los diputados, que me miraban con menosprecio. Tracé mis iniciales y mi firma en aquella Carta Magna de 1812, a la que el pueblo dio por llamar “La Pepa”.

Me dirigí a un cuarto de aseo, Al ver que no había guardas vigilando los pasillos ni la salida, anduve rápidamente hasta la calle en busca de Maríe. Mientras corría hacia su casa. Cómo iba a decirle que se tenía que ir de España. Cómo hacerle saber que yo era uno de los culpables de su marcha.

Llamé a su puerta. Al verla, no me contuve y la abracé. Sentía que sería nuestro último encuentro, la despedida definitiva. Maríe, asustada, me preguntó qué ocurría. Le expliqué todo. Maríe me dio un beso en la mejilla y fue a avisar a su padre.

Volví hacia la Junta con las manos en los bolsillos y mirando al suelo para localizar alguna piedra que patear. Sólo pensaba en mi futuro... Nada sería lo mismo sin ella. .

Subí los escalones de la puerta de entrada. Me aguardaba un aburrido futuro como diputado, un futuro que no elegí....

En ese instante di la vuelta y corrí lo más rápido que pude para alcanzar a Maríe. Juntos huimos a a Francia.