VII Edición
Curso 2010 - 2011
Una mañana
Isabel Trius
Colegio La Vall (Barcelona)
Corría por la calle. Estaba empapada porque llovía sin cesar y, para colmo, no encontraba la casa con el número que le habían señalado. El 103. Allí vivía una anciana a la que se había comprometido ir a visitar.
Aún no acababa de entender cómo consiguieron sus padres convencerla de hacer tal cosa. “Las labores sociales te ayudarán a gastar menos tiempo en ti misma y a pensar en los demás.” Tonterías; eso era lo que le habían pensado cuando la suscribieron a la ONG, cuyo principal objetivo era procurar que las personas de la tercera edad recibieran la compañía de jóvenes atentos y sacrificados. Allí entraba ella, que iba a ser una de esos jóvenes, por más que no le correspondieran ninguno de los adjetivos anteriores. Si lo hacía, era por obligación.
Cuánto agradecería estar en su casa en este momento y no en una calle, sin rumbo fijo ni paraguas. Se habría encerrado en su habitación, encendido el aparato de música y, como cada sábado por la mañana, hubiera podido desconectar de sus obligaciones conectándose a Internet sin permitir que nadie perturbara.
Un coche hizo que, al pasar por un charco y salpicarla, dejara de soñar. En ese momento se sintió desgraciada, engañada por sus padres, obligada a hacer lo que no quería.
Aunque se acrecentaba su enfado, decidió que Lucía, la mujer que la estaba esperando, no notara nada. Sería amable y servicial con ella. “No tiene la culpa”, pensó.
Encontró, al fin, el número 103. Era una casa antigua. Se situó ante el majestuoso portal, llamó al timbre y, nerviosa, esperó la bienvenida de la anciana.
-Buenos días, soy Amalia Farré-dijo al verla.
-¡Ah sí! Hablamos por teléfono el otro día y concretamos que vendrías hoy a las diez. ¡Pero, qué puntual! Pasa, pasa, querida… ¡Estás empapada! Puedes dejar tu abrigo aquí…-le ofreció con dulce voz.
Amalia se quedó sorprendida. Su anfitriona se parecía al estereotipo cinematográfico de la viuda que vive con siete gatos. Ella, no obstante, tenía cuatro. Recibió de la abuela unas toallas, con las que se secó. Se calzó con unas zapatillas, también prestadas, con las que consiguió evitar mojarle el piso.
Aunque venía com desgana, le agradaba aquella anciana. Su rostro esbozaba una permanente sonrisa y sus ojos, azules aunque cansados, brillaban al ver a una muchacha dedicándole su tiempo.
Entraron en la sala de estar, dónde se podían ver dos sillones colocados enfrente uno del otro. Al lado, una mesa, en la que posaba una bandeja con un juego de té. Los cuatro gatos paseaban perezosamente por la habitación.
Servidas con el té y ya sentadas, comenzaron a hablar. Amalia escuchaba atentamente lo que le explicaba la abuela. Tuvo la impresión que ella era la única persona en mucho tiempo con la que la anciana podía hablar. Lucía le explicaba nimiedades que debían tener importancia.
Aunque le parecía extraño, Amalia se sentía bien. Su disgusto se había desvanecido y lo había sustituido una sensación de paz y bienestar.
Pasaron toda la tarde charlando. Para su sorpresa, descubrió en aquella mujer de avanzada edad a una persona con ilusiones que poseía un gran corazón. Jamás lo hubiera imaginado. No pudo evitar que por su cabeza resonara un pensamiento: “Ayudar a los demás tampoco es tan horrible como creía”.