IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Una rosa, una lágrima

Anna Gil, 15 años

                   Colegio Montealto (15 años)  

Prólogo

Se erguía en el pequeño salón una descomunal chimenea de mármol, en cuyo interior una carta se prendía. Decía así:

“Querido Cape:

Espero que esta carta no llegue a tus manos ya que la escribo rompiendo una promesa que me hice al subir al tren, pensando que si no volvía a verte podría escapar de los fantasmas. Pero ahora comprendo que esos fantasmas forman parte de mí, de mi historia.

Supe por tu madre que seguiste mis pasos, cogiste tu mochila y te marchaste. Supongo que nada quedaba para ti aquí, a parte del recuerdo.

La que siempre ha sido tuya,

Diana”.

Carlos Peñalcurria se dejó caer en su butaca. Los recuerdos de aquella carta eran tan intensos que le devolvían al año 1860, que tantas veces había evitado.

1. Carlos Peñalcurria

Le gustaba dejar que la brisa marina entrara en sus pulmones, sentado en su rincón, solitario, una cueva horadada por el mar cuyas piedras calienta el sol.

Tras el ocaso volvía al mundo real, donde su padre pasa largas temporadas en mar abierto para mantener a duras penas a la familia. En ese pueblo costero el único chico de su edad era Bahou, un africano que llegó dos años antes y que trabajaba con él en la estación de tren. Cuando tenían un rato libre les gusta escaparse al bosque, donde descubrieron los restos de una mansión abandonada.

2. Ella

Mientras una lágrima recorría mi mejilla, cayó una rosa hasta posarse en lo que una vez fue mi madre. Nada más quedaba por ver. Las extrañas enfermedades callejeras se la habían llevado hasta acabar en una triste fosa común.

Huérfana a los dieciséis años lo único que mi madre me dejaba era un montón de deudas ya heredadas de mi padre. ¿Qué sería de mí? Perseguida por acreedores decidí escapar y dejar un nombre que jamás había deseado y ahora carecía de sentido. Con mi pequeña maleta en mano y bajo el nombre de Diana Leclair, partí en el tren de la mañana. Me erguí. Era tiempo de cambios, cambios atrevidos y revolucionarios. Nuevo destino: España tras una breve escala en París, que dejó de ser su ciudad soñada al sentir su cargado ambiente.

3. Bahou

Bahou había aprendido a vivir por su propia cuenta sin ningún otro familiar que don José María, que le había acogido a los siete años como aprendiz de biblioteca. Al no poder mantenerle, contactó con una amiga de un pueblo cercano, Merche, que le había conseguido un puesto junto a su hijo en la estación de tren.

El aún recuerda como le gustaba a don José Maria sentarse bajo la luz del candil a escribir con su pluma de plata grabada. !Como le añoraba!

4. Barcelona (Diana)

Descendí por la pasarela y me mezclé entre el gentío de las calles. Me llamó la atención una pequeña imprenta en cuya puerta se leía: “SE BUSCA AYUDANTE”. Era mi oportunidad. Al abrir la puerta el aroma a libro me embargó. El señor Centelles fue muy amable conmigo y me permitió quedarme en la buhardilla.

Con la llegada del invierno el pobre señor Centelles empeoró y en su lecho de muerte me entregó una carta que debía llevar a San Carlos de la Rápita. Saqué de nuevo la mochila y sustituí las medias por calzones, las faldas por pantalones, los lazos por tirantes y el sombrero por la gorra, siguiendo a mi manera algunos aspectos de Juana de Arco.

Tras seis días de marcha, llegué con algo más que polvo en la camisa y ampollas en los pies. Me introduje en la estación de tren donde una madre reprendía a un chico por haberse dejado el almuerzo. Cuando se volvió hacia mí, pude comprobar que se trataba de la mujer del retrato que me había enseñado don José María y a quien debía entregar una carta para un tal Bahou.

-¿Es usted Merche? -le pregunté cuando su hijo se alejaba.

Ella asintió.

-Esto, yo... He venido para informarle de que don José María Centelles falleció la semana pasada.

-¡Dios mío! Deberías hablar con Bahou. Él era el más allegado.

-¿Sabe dónde podría encontrarle?

-Esta ahí, con mi hijo Carlos.

Me despedí y luego me dirigí hacia ellos. Susurrándole mis condolencias le hice entrega de la carta. Bahou salió corriendo, dejando a su amigo tan contrariado que tardó unos segundos en reaccionar. Carlos me miró e intentó salir corriendo tras él, pero le así con fuerza del brazo.

-Es mejor que le dejes estar solo un rato –le dije.

-¿Qué le has dicho, chaval? -me preguntó antes de darme un fuerte empujón.

-Eh, ten más cuidado con lo que haces y dices. Tenía que informarle de una muerte.

-¿Qué?

-La vida es así. Madura.

-Disculpa el empujón –se disculpó tras un incómodo silencio.

-No importa, ya está olvidado. Por cierto me llamó Diana –le informé, quitándome la gorra y dejando ver mis largas trenzas, ante lo que Carlos tardó unos segundos en recomponerse.

-Yo soy Carlos, pero mis amigos me llaman Cape.

Pasamos una buena tarde juntos.

Los días pasaban rápido y Bahou pareció encajar el golpe tras haber leído la carta que seguirá siendo un misterio para nosotros. Éramos buenos amigos pero Cape… Cape era más que un amigo.

Al cabo de nueve meses llegó un pasajero que me resultaba extrañamente familiar. Al cargar su equipaje pude comprobar que él también parecía reconocerme, pero ninguno dijo nada. Al ser el último, fui a reunirme con los demás en el bosque. De repente apareció aquel hombre, pistola en mano, y agarró a Bahou con la otra.

-¿No me reconoces? Te refrescaré la memoria: una flor, un vestido negro..., tu madre.

-Usted es Jean Claude Faubert, el prestamista –me asusté.

-Sí, y si no me equivoco, me debes la friolera de 10.000 pesetas.

-Yo no tengo ese dinero –le advertí cada vez más histérica.

-No es la respuesta acertada -dijo a la vez que apretaba el gatillo y le volaba la tapa de los sesos a Bahou.

Mi cuerpo quería desplomarse, pero me lancé sobre él con todas mis fuerzas. Le arrebaté la pistola y le apunté. Podía oír los gritos de Cape, pero parecían lejanos. Apreté el gatillo, me giré dejando caer el arma, tomé a mi desfallecido amigo en brazos y me fui con paso lento por entre los árboles.

Le enterraron cuando me hallaba vagando por el bosque, meditando. Mi madre no había muerto por una enfermedad, sino por algo mucho peor y duradero: la sociedad. No eran 1800 años de desarrollo sino 1800 años de mentiras y engaños.

Nadie preguntó por Bahou.

Tenía que despedirme, así que cogí una rosa y la pluma de plata grabada. La enterré junto a él y me marché. Pude ver a Cape desde la ventanilla del tren y nuestras miradas se cruzaron en un eterno segundo de dolor y desesperación. Todo acaba como empezó: una rosa, una lágrima.