VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

Una sola razón

Lucía Conde, 15 años

                 Colegio Ayalde (Bilbao)  

-Señor Méndez, aquí le traigo su desayuno.

Una joven uniformada había abierto la puerta de la habitación y, con suma discreción para no molestar la intimidad del anciano, pasó con una bandeja sobre la que reposaban una taza y un paquetito de galletas. El señor Méndez no hizo ademán de haber oído su llegada, tan absorto como estaba en el paisaje que dominaba desde su ventana. Al fin giró la cabeza con suavidad, mudando su melancólica expresión por una mirada alegre.

-Buenos días –exclamó con su característica voz ronca.

-Buenos días –respondió ella sonriente, dejando la bandeja sobre la mesilla de noche-. ¿Ha dormido usted bien?

-Ya sabes, poco pero suficiente –aun mencionando el hecho como si de una gracia se tratase, el anciano no podía ocultar su pesar ante su incapacidad de atrapar el sueño.

-Aquí tiene su café solo, como le gusta –cambió de tema sutilmente-. ¿Quiere que le traiga más galletas?

-No, gracias. Así está bien.

La muchacha abandonó la habitación con un característico: “si tiene algún problema, no dude en llamarme”. El anciano pareció hundirse súbitamente en un estado letárgico. Cerró los ojos acompañado por una respiración profunda y acompasada. Como todas las mañanas, su mente se llenó con el pasado: quién había sido él, qué vida había llevado. Debería mirar hacia adelante, pero ¿qué le podía deparar la vida a alguien que ya la ha consumido? Con tantas horas en aquella residencia sin nada especial (y mucho menos importante) que hacer, era inevitable que se planteara todo aquello. Y no era el único, claro. Vivir del pasado era la actividad central de sus compañeros.

Le angustiaba encontrar una utilidad para sus recuerdos. ¿Qué utilidad podría darles? Nadie quería escuchar las batallitas de un viejo; se lo habían aclarado sus hijos y sus nietos. Recordaba aquellas comidas tensas, en las que era invitado casi a la fuerza, invisible para su familia. Lo peor eran las despedidas. O mejor dicho, la ausencia de despedidas. Cuandos e marchaba sin recibir un adiós por parte de ninguno de sus parientes, entreviendo el alivio reflejado de forma accidental en sus caras.

Nada parecía tener sentido. No. Sí que había algo. O alguien...

Llamaron a la puerta de su habitación: tres ligeros golpes sobre la madera. Otra vez la enfermera. El anciano aguardó alguna de esas frases que tanto odiaba: “Es la hora del parchís”. O “baje a la salita, que están todos los residentes desayunando juntos”. La única actividad que le agradaba era el paseo por el bosquecillo de la trasera del edificio.

Colocó la taza de café sobre sus pantorrillas, para aparentar ganas de tomarlo.

-Tiene una visita.

Abrió los ojos como platos, que se inundaron de un brillo esperanzado. Se convenció de que era ella, aunque cabía la posibilidad de que fuera otra persona. Pero tenía que ser ella, por más que no esperara su visita hasta las cinco de la tarde del viernes.

La puerta se abrió un poco más sobre sus bisagras. Y sí, era ella.

-Hola, señor Méndez -le saludó con voz tintineante, pura, sin un ápice de pretensión o superficialidad.

Y le miró con inocencia, sin juzgarle.

Y le regaló una encantadora sonrisa.

-Sé que las visitas son los viernes, pero hoy he salido antes del colegio y he querido hacerle una visita. Espero que no le importe –se excusó.

¿Cómo le iba a importar? En ese momento, sólo pudo bendecir la infancia. ¿Cómo era posible que aquella chiquilla tuviese deseo de verle, de escucharle? A él, un pobre anciano.

Ella era la razón para no darse por vencido, la seguridad de que el amor existe.

-Pasa.

Y con pasos saltarines, la pequeña entró.