XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

Una tarde de domingo 

Teresa Franco, 17 años

Colegio Senara (Madrid)

Estaba distraído, mirando a la nada, mientras removía las lentejas en el plato.

–Santi, acábate la comida –le dijo su madre.

En niño suspiró y procedió a obedecer. A su lado, su hermano Quique ya se había 

acabado las patatas fritas y engullía disimuladamente las que le correspondía a Santi.

–Mañana –anunció la madre–, iremos a visitar a las tías.

A los dos hermanos se les iluminó la cara. 

–¿Mañana? –preguntó Quique.

–Sí, mañana. ¿No me has oído bien? ¡Y no hables con la boca llena! –le respondió al tiempo que recogía los platos y se dirigía a la cocina. 

–¡Mañana! –se alegró Santi.

–Dulces, chocolate, galletas de mantequilla… No puedo esperar –a su hermano le brillaron los ojos. A pesar de todo lo que había comido, le entró hambre solo de pensar el festín del día siguiente.

El transcurso de la tarde se les hizo eterno. Cuca (así se llamaba su madre) había perseguido a Quique por la casa para que se sentase a estudiar. Santi, a su vez, se había camuflado en una esquina del salón, de forma que nadie le molestase mientras leía sus tebeos de Mortadelo y Filemón.

A la mañana siguiente, Cuca les vistió de domingo: mocasines, pantalones de pinza, camisa y jersey, ambos a juego. Salieron de casa y caminaron hasta la avenida de Menéndez Pelayo, frente al Retiro. 

Las tías eran las hermanas del padre de Cuca, es decir, del abuelo de Santi y Quique. A su vez, el padre de los niños había fallecido el año anterior. Aquella ausencia les pesaba, y el día a día les resultaba aburrido. Como Cuca no trabajaba y no tenía ingresos, debía sacar adelante a la familia con los ahorros que le había dejado su esposo. Visitar a las tías era para los pequeños un acontecimiento, dejar atrás un ambiente de tristeza, una gran diversión, pues tenían un loro parlanchín y un gato panzudo.

Por orden de mayor a menor, las tías se llamaban Rosario, Susana, Conchita y Encarnita. Sólo Conchita estaba casada. Encarnita tuvo un novio, pero falleció durante la Guerra Civil, aunque eso no le impidió que se siguiese tratando con la familia del novio. Rosario, Susana y Encarnita estaban solteras y vivían juntas. De vez en cuando Cuca y Conchita iban a visitarlas.

–¡Hombre, han llegado los mozos más guapos de España! –les saludó Rosario, la más agradable, con su notable acento asturiano.

–Que bien vestidos los traes, Cuca –la felicitó Encarnita.

Susana achuchó los mofletes de Quique, que adquirió una expresión cómica que hizo que a Santi se le escapara la risa.

–¿De qué te ríes, Santiaguín? Ven acá, que te vea –Susana extendió los brazos para aplastarle las mejillas. El pequeño se arrepintió de haberse hecho notar.

Almorzaron en el salón. De postre, pastas y bombones. Antes de que Cuca recordara a Quique que tuviera cuidado de no empacharse, este ya había atacado la bandeja de galletas.

–¡De verdad!... Un día te pondrás malo y no te voy a cuidar –le reprochó su madre.

–Déjale, Cuca, que por una vez no pasa nada. Mírale qué fuerte está –defendió Rosario a su sobrino nieto, al que acarició la cabeza mientras componía una carita de ángel para su madre.

Pronto la conversación de las mujeres aburrió a los chicos, que se deslizaron al salón. Allí encontraron al loro, que picoteaba las pipas que había tirado al suelo de su jaula.

–Tiene hambre –concluyó Quique, poniéndole un trozo de galleta entre los barrotes.

El pájaro observó aquel regalo, ladeando la cabeza, y luego lo picó para comérselo.

–¡Mira, Santi! –gritó eufórico.

Pero su hermano estaba de cuclillas, fijo en el gato, que dormitaba repanchingado sobre una alfombra, bañado por los rayos de sol que atravesaban la ventana.

–Cada vez engordas más –le comentó al animal.

A las seis fueron todos a misa y luego pasearon por el Retiro. Quique persiguió a las palomas y se resbaló en un charco, que le dejó el trasero impreso de barro. En el inmenso estanque observaron las barcas que se deslizaban por el agua. Cuando empezó a hacer frío se despidieron de las tías, con la promesa de volverse a ver muy pronto. 

Cuando llegó la hora de acostarse, a Santi se le cerraban los ojos por el sueño. Su hermano comentó:

–Qué bien me lo he pasado. 

–Y yo. Ojalá fuesen así todos los días. 

–Buf… –resopló–. Mañana es lunes. ¿Me dejarás que copie tu redacción para la clase Lengua? Se me ha olvidado hacerla.

Pero Santi ya estaba profundamente dormido.