XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

Uno, dos...

Diana Latorre, 16 años

Colegio Sierra Blanca (Málaga)

Un, dos; un, dos… Qué feliz era caminando. Un paso, luego otro… Era lo único que pasaba por su mente. Se concentraba en cada zancada. Un, dos; un, dos... No tenía noción del tiempo ni del espacio. No podía distraerse con asuntos tan banales como esos. Si lo hiciera, dejaría de caminar y eso no se lo podía permitir. No podía detenerse. Si lo hiciera, ocurriría algo. No sabía el qué, pero ese algo no sería bueno. 

Su felicidad aumentaba a cada paso, o eso pensaba. Era feliz así. Solo tenía que preocuparse por caminar, por seguir caminando. 

A lo lejos vio dos personas sentadas en un banco. Qué indignación sintió ante ellos; no debe-rían existir. ¿Qué estaban haciendo? ¿Hablar? Una pérdida de tiempo, un sinsentido. Sintió asco por sus sonrisas, así que miró a otro lado y siguió caminando.

¿Cuándo se pararía a descansar? Lo ignoraba. Entonces cayó en la cuenta de que caminar no es tan divertido. ¿De verdad que le hacía feliz? Las personas del banco, por lo menos, esta-ban sonrientes. Sin embargo él tenía el ceño fruncido, concentrado como estaba en su ca-mino. 

¿Cuál era su propósito? Las dudas empezaron a corroerle la conciencia. No sabía por qué había empezado a andar ni quién se lo había ordenado. De pronto se dio cuenta de que no sabía ni su nombre, se le había olvidado, tan centrado como estaba en el un, dos; un, dos… 

Empezó a angustiarse, pues a pesar de querer parar, no podía. Las piernas no le respondían aunque continuaba su caminar. Su respiración se aceleró al tiempo que sentía que le faltaba el aire. Un vacío en su interior le hizo sentirse desesperado. Aquello no tenía sentido; nada de lo que hacía tenía sentido. No era feliz. No quería seguir llevando una vida llena de false-dades, una pretendida felicidad autosugerida. 

El dolor en las piernas se extendió a todo su cuerpo. Aquello era demasiado para él. Necesi-taba descansar, pero dejó sus pies siguieran andando. Se dio cuenta de que al hacerlo, ese vacío que sentía desaparecía, sustituido por una falsa sensación de plenitud y alivio. 

Un, dos; un, dos... Podría escapar al día siguiente, cuando se recuperase del dolor. Un, dos; un, dos... Siguió caminando con movimientos mecánicos, como una marioneta, prisionero de su propia comodidad. Un, dos; un, dos... Sentía cómo el vacío se llenaba lentamente y el dolor se desvanecía. Un, dos; un, dos... ¿Cómo era posible que se hubiera dejado llevar por la desesperación? Un, dos; un, dos... ¡Qué feliz era caminando!