XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

Verano de 1909 

Blanca Alonso, 18 años

Colegio La Vall (Barcelona)

Se arrebujó contra el muro y esperó a que las voces cesaran. Una vez se hubo cerciorado del silencio, se asomó y contempló cuanto la rodeaba. Las fumarolas negras se extendían por toda la ciudad, encapotando el cielo. Los escasos viandantes que iban y venían por las avenidas eran rebeldes que sembraban el terror, así como ciudadanos que caminaban encogidos y a toda prisa, tratando de pasar desapercibidos. 

La muchacha observó el templo que tenía enfrente. A toda prisa, para que nadie la viera, atravesó la alameda y se escondió tras el portón, que estaba abierto. Tratando de no hacer ruido lo empujó, hasta casi cerrarlo. Entonces se acercó al presbiterio, en donde una gran hoguera se erguía imponente. Con las manos desnudas empezó a sacar del fuego todos los objetos que no habían perdido su forma original, y con su desgarrada chaqueta extinguió las llamas que bailaban sobre aquellas reliquias, antes de escondérselas bajo la ropa. Cuando hubo terminado, envolvió el cáliz y el copón lleno en su chaquetón y contempló cómo se calcinaban el resto de los objetos religiosos. Entre la humareda que inundaba la iglesia y el calor que despedía la hoguera, sus mejillas brillaron a cuenta de unas lágrimas que se le infiltraron en los labios, dejándole un sabor salado. 

–¡Aquí! –le sobresaltó la voz de un hombre–. ¡Aquí hay una!

–¡Si, veniu, aquesta porta està tancada!

Aquellos gritos la dejaron paralizada, hasta que el chirrido del portón despertó sus sentidos, instándola a correr. Sopesó dos posibilidades: la sacristía o el claustro. Optó por la segunda.

–¡Correu, que s’escapa!

Un único pensamiento se instaló en su mente: 

«Huye o Lo cogerán». 

Sus pies volaron sobre el mármol y sus ojos, ávidos, buscaron una salida a la calle.

–¡Ràpid, que no surti!

Atravesó el patio trasero de la iglesia y a través de un ventanuco salió a una avenida. Se miró las manos; estaban ennegrecidas por el humo. 

«Huye», se repitió.

Se precipitó cuesta abajo, al amparo de la sombra de los árboles. Apretaba contra su pecho los objetos litúrgicos. Se encontró con un callejón estrecho y oscuro. Sin dilación, se adentró para esconderse de espaldas a la calzada en un boquete abierto en la pared. 

Escuchó el roce de los pies contra la gravilla de los hombres que, a voz en grito, discutían sobre cuál podría ser su paradero. Con manos temblorosas, desenvolvió el copón y vertió todas las formas consagradas en su boca, porque no se atrevía a tocarlas con sus manos sucias. Al mismo tiempo, le pidió perdón al Señor por comulgarlas todas a la vez.

«Sabes que no puedo arriesgarme a que me cojan con ellas». 

Tras acabar su oración, envolvió el copón, se puso en pie y echó de nuevo a correr. Los gritos de sus perseguidores se alzaban rabiosos en el aire.

Llegó al cementerio y, a toda prisa, hizo un hoyo en la tierra, en el que depositó los enseres sagrados junto a otros que había recuperado con anterioridad. Los cubrió con su chaqueta y los enterró, coronando el montículo con una cruz improvisada con dos ramitas. Después oteó el horizonte en busca de amenazas. Pese a no hallar ninguna inminente, se puso a cuatro patas y se encaminó con cautela al otro lado del camposanto, donde le esperaba un agujero bajo la tapia cavado por ella misma. Tragó saliva con fuerza e hizo un ofrecimiento por cada piedra y cada cristal que se le clavaba en las rodillas y en las palmas de las manos, que las tenía repletas de quemaduras. Cuando alcanzó la abertura se arrastró por el pequeño pasadizo, en donde notó cómo los barrotes de la cerca le rasgaban el blusón y se hundían en la piel de su espalda. 

Una vez del otro lado se puso en pie, se sacudió las manos y las rodillas, con cuidado para no reabrirse los cortes, se apartó el pelo enmarañado del rostro, tomó aire y desapareció por los alrededores. A punto estaba de hacerse de noche.

Ocurrió en el verano de 1909. Una muchacha trataba de atenuar el daño causado por los actos sacrílegos que tenían lugar en las ruinas en que se había convertido la ciudad de Barcelona.