IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Viderunt Omnes

Meritxell Iglesias

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

Aquella noche descendí la escalinata del monasterio de Santo Domingo de Silos por primera vez. Habían finalizado su construcción pocos años antes de mi ingreso y estaba presto a hacer mis votos. Deseaba recluirme en la penumbra, fundirme con la luz crepuscular y sempiterna de aquel lugar sagrado, sentir cada nota, cada cadencia retumbar en los arbotantes de cada uno de los rincones de la clausura. Qué placer tan grande, cómo deseaba la soledad. Mi alma de joven apasionado necesitaba recluirse para escribir y meditar.

El día después de mis votos me levanté una hora antes para contemplar el grisáceo manto que se ceñía en el horizonte aún negruzco y respirar la frescura de la madrugada, impregnada del cántico inconfundible del silencio. De pronto oí a un grupo no muy numeroso de voces que se elevaban en música penitente. Jamás había escuchado una polifonía tan grave y estremecedora. Me adentré hacia el claustro y contemplé un espectáculo melancólico y fantasmagórico: cuatro de los monjes más ancianos entonaban el Viderunt omnes dirigidos por el padre Superior. Los cuatro iban encapuchados y formaban una media luna alrededor de un crucifijo de madera. La estancia estaba completamente a oscuras a excepción de una pequeña aureola de luz que envolvía el crucifijo gracias a una vela casi consumida. El Superior levantó la vista hacia mi rostro y con un movimiento de la mano me invitó a unirme a ellos. Yo lo rechacé de inmediato y traté de olvidar su rostro cadavérico.

Aquel fue uno de los días más lluviosos de todo el año. Estuve paseando solo, contemplando la nada y agradeciendo los goterones frescos que caían sobre mi capucha. El monasterio parecía latir con el repiqueteo de la lluvia junto al retumbar de mis pasos. De pronto reparé en unas grotescas gárgolas que vomitaban el agua de lluvia que se deslizaba por el tejado. Me pregunté cómo podían hacer de guardianes de ese santo lugar unas criaturas tan diabólicas. Justo en ese instante ahogué un grito de terror. ¡Las terribles criaturas temblaban y de sus bocas salieron unos silbidos aterradores que parecían zumbidos provinentes del mismo infierno! Me pareció que se carcajeaban y estremecían en horribles convulsiones. Eché a correr en busca del hermano Anselmo. Le grité: “¡Hermano, está aquí el diablo!”. Él se acercó y observó las diabólicas criaturas que vibraban y zumbaban en el techo sin moverse del sitio. Todos los monjes echaron a correr asustados y rociamos toda esa zona con agua bendita. Algunos huyeron del convento, otros gritábamos lloriqueando y suplicando ayuda del Altísimo, que no parecía querer respondernos. De pronto, una figura espectral surgió de entre la cortina de lluvia: era el padre Superior.

Se acercó hacia donde estaban los diablos y con una habilidad increíble se encaramó al techo ayudándose de las columnas. Con un mazazo diestro destrozó las gárgolas convulsionantes. En ese instante, un insólito acontecimiento ocurrió ante nuestros ojos despavoridos: colonias de cucarachas salieron del interior de las esculturas monstruosas emitiendo zumbidos y haciendo gemir al césped mojado. Aquellos insectos habían hecho temblar y silbar a los diablillos de piedra debido a la presión que ejercían en sus paredes casi descompuestas. Cuando todos los bichos se hubieron escondido, el Superior nos lanzó una mirada de reproche amenazante. “¿Y vosotros os llamáis fieles siervos de Dios? ¡Necios! ¡Ninguna criatura de las profundidades infernales puede entrar en la casa del Señor!”.

Desde ese día me levanto cada mañana para cantar el Viderunt omnes con mi maestro, director espiritual y Superior. Yo entré aquí como un jovenzuelo que quería escribir versos en soledad. Ahora vengo a rezar para pedir perdón a Dios por los pecados de los hombres y por los míos, que con mi orgullo y soberbia subestimé la fuerza de la Gracia.