IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

¡Ya no está!

Guillermo Alonso, 16 años

               Colegio Vizcaya (Vizcaya)  

-¡Ya no está!

-¿De qué hablas?

-Se ha ido y no va a volver. ¡Me ha dejado!

-No te sigo...

-¿No lo entiendes? ¡Se ha esfumado! La he buscado por todas partes y nada… Me ha soltado la mano y no piensa volver. ¡Se ha largado sin avisar!

-¡Eres una cría! Deja de hablar si sabes que no entiendo lo que dices. ¿Quién se ha ido? Y, ¿por qué es tan importante?

-No me lo puedo creer. ¿No sabes quién es? ¡Pero si ha estado aquí, siempre! A veces pienso que te has quedado ciego. Será la edad...

-Te saco dos años.

-Me da igual. Me parece fatal que no entiendas como me siento. Me ha dejado sola, tan sola…

-Bueno, cuando te apetezca me cuentas.

-Estoy hablando de ella, tú ya sabes de quién.

-De ella –dijo irónico.

-Déjalo. Eres incapaz de entenderme -agitó su melena rizada y dio media vuelta.

-Leyre, por favor, no empieces.

-Hombre tenías que ser... No me extraña que te quedes como un pasmarote.

-Sin faltar.

La chica volvió la cara, arqueó una ceja y se fue hacia su habitación.

-Mujeres... -suspiró él.

Enrique y su hermana llevaban toda la semana igual; no paraban de discutir. Ella acababa de cumplir los catorce y estaba muy cambiada, desafiante, y aprovechaba cualquier oportunidad para poner a su hermano contra las cuerdas.

Por la noche, Enrique había salido con los amigos. Por lo que decía el reloj, llegaba mucho más tarde de lo que le estaba permitido. Leyre estaba alterada. Quería creer que su hermano no tenía en cuenta las normas de casa. Tenía que ser eso, porque si no..., algo había pasado y no podía ser nada bueno.

Sonó el teléfono. Su padre se abalanzó y lo arrancó de golpe. Esperó a que una voz hablara desde el otro lado de la línea.

-¿Señor Fernández?

-Soy yo, dígame.

-Llamo del hospital. Verá, es su hijo. Ha pasado algo…

-¿Drogas? Voy para allá -se levantó del sillón, cogió su chaqueta en silencio y salió por la puerta de casa. Leyre le siguió.

Tras veinte interminables minutos en coche, llegaron al hospital. Enrique tenía los ojos cerrados, como si estuviera dormido. Leyre se puso a su lado.

-Así que esto es lo que hacéis los mayores, ¿eh? Pues que sepas que estoy muy enfadada. ¡Eres un inconsciente! Sí, un crío que no sabe lo que hace con su vida. que se aburre y decide tirarla a la basura. Y mientras yo aquí, sola, ahora que ella se ha ido. ¡No pienso perdonarte!

-Por fin sé de quién hablas –murmuró su hermano débilmente-. Y ha venido a verme, después de dos años...

-¿De verdad la has visto?

-Sí. Tuvimos una charla sobre mis aventuras... Reconozco que la echaba de menos desde el mismo día que me abandonó.

-Tranquilo, lo importante es que te pongas bien –Leyre le guiñó un ojo–. Me alegra mucho que al fin me entiendas.

-Había olvidado que la infancia es así: un día te despiertas y ya no está. De repente tienes un mundo nuevo y diferente ante ti.

-¡Qué profundo! –se burló.

Y así, hablando sobre cosas de las que nunca antes pudieron charlar, pasaron la noche. Los dos hermanos se sentían unidos por una pequeña tragedia que, sin embargo, les empujaba hacia la madurez.