XII Edición

Curso 2015 - 2016

Alejandro Quintana

A la luz del día

Isabel Ros, 16 años

                Colegio Senara (Madrid)    

Se miraron a los ojos y el silencio bastó para que se pusieran de acuerdo. Sin mediar palabra se levantaron y salieron del local. Al cruzar la calle cada uno se marchó en una dirección: el primero, joven y de buena planta, cruzó el parque hacia un bar cercano. El otro, más mayor, vestido con un traje que no terminaba de disimular su origen humilde y una vida no exenta de dificultades, se dirigió sin prisa hacia la boca de metro.

Un tercer hombre salió de las sombras. Había analizado toda la escena desde detrás de un periódico, sentado en uno de los bancos de la plazoleta. Apagó el cigarro con el pie y abandonó el diario. Entrado en años, tenía un caminar lento, pero su mirada transmitía seguridad. Se acercó a la terraza donde el chico disfrutaba de una cerveza mientras miraba a las palomas perseguidas por los niños.


—¿En qué piensas, hijo?

Se sobresaltó, pero al darse cuenta de quién era aquel que le había dirigido la palabra, volvió a concentrarse en las aves.

—¿Qué hace aquí?

—¿Dudabas de que fuese a venir? —el anciano se sentó a su lado y también perdió la mirada en las aves.

—No; sé que usted me sigue desde hace tiempo. Así que me habrá visto con Francis, ¿verdad?

—Vamos, hijo, no pongas esa cara. Sabes que debe ser así… Si no, ¿cómo podría estar completamente seguro? ¿Cómo iba a fiarme de ti, si no sé cómo actúas?

—¿Le avisó él?

—¿Quién? ¿Francis?... —se rio—. ¡Oh, no! No tenemos tanta confianza. Por supuesto que no fue Francis —remarcó.

—Pues él está convencido de contar con su favor, o eso es lo que me ha hecho entender.

El joven señaló con la cabeza al otro lado del parque, al lugar en el que había estado charlando con Francis Leblanc, otro de sus contactos para llegar a aquel curioso viejo.

—Ya. Eso es lo que quiero que crea, pues es cierto que trabaja de manera excelente, pero a veces... a veces es demasiado recto. Y en este trabajo es de vital importancia no tener escrúpulos. ¿Lo entiendes, hijo?

El joven levantó una ceja, pero siguió sin mirarle.

—¿Qué desea, entonces?

El hombre suspiró. Lentamente se llevó una mano al bolsillo, sacó una nota arrugada y se la tendió.

—Aquí tienes, hijo. Haz lo que debas.

La cogió y contempló los ojos azules que tenía enfrente.

—¿Está seguro?

—¿No confías en mí?

-No es eso. Simplemente que... —le tembló la voz, rompiendo el muro de seguridad que estaba construyendo.

—No pasará nada, te lo prometo.

El viejo se levantó y, sin volver la cabeza, se dirigió hacia una calle cercana, espantando a las palomas a su paso. Mientras, el joven parpadeó al descubrir una moneda junto a su jarra. Se sonrió. Sí, quizá tuviera razón aquel hombre y no había nada de lo que preocuparse. Pensó que si se decidía a dar el paso, si decidía meterse en aquel negocio, no podría descuidar su relación con el gran Nathan Girardon. Entonces vio que el anciano, antes de desaparecer por la esquina, se volvió y le guiñó un ojo.

***

Habían pasado cinco años. El joven podía asegurar que nada había sucedido.

«Muerto el perro, se acabó la rabia», pensó para sus adentros.

Había seguido fielmente las instrucciones de aquel viejo perspicaz, hasta que unas horas antes le informaron de que le habían asesinado en su domicilio.

«Bueno», pensó, «se intuía el final. Él mismo lo sabía y por eso dejó todo preparado. No cabe la menor duda de que ha sido un hombre con recursos, astuto y hábil, que ha vivido de su trabajo».

Mientras se anudaba una corbata negra delante del espejo, pensó si todo aquello había merecido la pena: tenía dinero, una mujer, un hijo pequeño y otro en camino, un buen empleo, buena reputación... ¿Qué más podía pedirle a la vida? Sin embargo, era consciente de que todo aquello pronto iba a acabarse, de una manera u otra.

«Lo que se consigue de malas formas», caviló, «de malas formas nos es arrebatado».

Suspiró ante su reflejo al admitir que lo sabía desde el principio, desde aquel día en el bar, cuando se entrevistó por vez primera con el buscado y astuto Nathan Girardon, y aun así aceptó. Debía asumir las consecuencias.

Besó a su esposa en el recibidor y salió de casa. Creía que nunca volvería a cruzar aquella puerta. De todos modos, no miró atrás.