IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

A solas

Álvaro Villagrán, 15 años

                  Colegio Altocastillo (Jaén)  

Carlos dejó caer la mochila al suelo de su habitación y, acto seguido, se desplomó sobre la cama y rompió a llorar.

Lloraba desconsoladamente. Sabía que, aparte de él, la casa estaba vacía, así que no le importó sollozar en voz muy alta. Al poco notó que la cocha empezaba a humedecerse bajo su rostro, mezcla de las lágrimas que brotaban descontroladas de sus ojos y del hilo de saliva que se escapaba entre sus labios. Permaneció así, tumbado e inmóvil, durante horas. Aquella tarde, su cama le parecía el único lugar tranquilo en el mundo.

Sin embargo, el silencio que reinaba en la casa se truncó cuando, en la otra punta del piso, el teléfono comenzó a sonar. Por un instante, Carlos dudó responder, pero, cuando cayó en la cuenta de quién podía ser, se puso en pie.

<<Allá vamos>>, se dijo.

Esta vez, el pasillo, que no era excesivamente largo, le pareció interminable. Caminaba con paso lento, nada decidido. Cuando descolgó el teléfono y escuchó la voz de su padre al otro lado del aparato, la tristeza volvió a golpear su corazón con dureza.

-Hola, hijo. ¿Cómo estás?

-Bien -hizo todo lo posible por sonar convincente, pero enseguida se dio cuenta de que no tenía sentido fingir.

-Eh… -Hubo unos segundos de silencio hasta que el padre volvió a hablar-. ¿Puedes bajar a la puerta de la calle? En cinco minutos te recojo y nos vamos al tanatorio.

Al escuchar aquello, se le hizo un nudo en la garganta. Cuando su padre se percató de que el chico no estaba en condiciones de seguir hablando, dio por terminada la conversación y colgó.

Carlos se quedó unos segundos allí plantado, de pie, con la mirada perdida y el rostro demacrado. Puso el teléfono en su sitio y respiró hondo. Había llegado el momento de ponerse en marcha.