XII Edición

Curso 2015 - 2016

Alejandro Quintana

Adicta a mis tacones

María Mateos de la Haba, 16 años

                 Colegio Zalima    

Desde niña sentía debilidad por los zapatos. De hecho, para ella lo más importante de sus muñecas era que los zapatitos estuvieran conjuntados con el vestido. En ellos volcaba toda su atención. Una vez se hizo mayor, decía que si a un hombre le define la calidad de sus zapatos, el buen gusto a la hora de elegirlos, el cuidado de los mismos, el brillo de la piel embetunada… a una mujer le sucede lo mismo. Creía que toda la elegancia puede irse al traste a cuenta de una mala elección en el calzado.

Raquel se había convertido en una muchacha caprichosa: podían pasar quince días seguidos sin que repitiera el mismo calzado, lo que para sus compañeras de oficina era un buen motivo para llenar de cuchicheos el momento del café, razón de envidia e inquina hacia quien parecía tener un zapatero más grande que el de aquella famosa primera dama filipina.

Sabían que Raquel comenzaba cada mañana con el dilema de elegir zapatos. Los tenía de todos los modelos, colores, texturas, estampados y altura de tacones. Ante sus ojos se extendía una colección en negro, gris, blanco, beige, marrón, púrpura, violeta, rosa chicle, fucsia, rosa palo, azul marino, eléctrico, verde… abiertos, cerrados, con o sin adornos, botines, sandalias... Dedicaba unos minutos a sentarse en la cama para mirarlos antes de decidirse por un par.

En la oficina algunos compañeros la piropeaban, aunque fueran más las que le miraban con distancia y desdén. No imaginaban que el mejor momento en la jornada de Raquel llegaba al regresar a casa y descalzarse. Entonces podía estirar el pie, masajear los dedos doloridos y ponerse unas cómodas zapatillas.

El día de su petición de mano, Raquel se echó a llorar, pues consideraba que no tenía unos zapatos adecuados para la ocasión que combinaran con su vestido. Junto a su hermana, salió en busca de ellos por todas las zapaterías de la ciudad. Al fin, en “La boutique del calzado”, encontró aquellos que le convencían. Eran atrevidos por su altura, pero muy elegantes.

Regresaron a casa y comenzó una sesión sin límites de manicura, pedicura, peluquería... Mientras la peinaban, Raquel consideró que su vida era perfecta: tenía un trabajo estupendo, un novio maravilloso y la mejor colección de zapatos.

Ya estaba arreglada cuando sonó el timbre del portero automático, que anunciaba la llegada de su prometido y de su futura familia política. Al lanzarse a la carrera para abrirles la puerta, a Raquel le falló el equilibrio, se le torcieron los tobillos y, al momento, crujieron sus tacones. Pasó el resto de la noche en las urgencias del hospital. Unos zapatos caros e incómodos acababan de estropear uno de los días más importantes de su existencia. Entonces, mientras aguardaba a que le hicieran una radiografía, fue consciente de todo lo que había perdido por su estúpida obsesión.