IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

Al borde del abismo

José Antonio Hurtado Aguilar, 15 años

                 Colegio Mulhacén (Granada)  

Hacía un calor asfixiante; fue lo primero que sintió Miguel al despertar. Notaba los granos de arena, ardientes como brasas, filtrarse por su ropa hasta quemarle la piel. Se encontraba en un desierto, o eso creía porque no recordaba nada.

Miguel consiguió incorporarse después de unos segundos. ¿Cómo había llegado hasta allí? Se sacudió la arena por debajo de la camiseta y miró alrededor. Distinguió los restos de un jeep destrozado. Supuso que había sufrido un accidente. Ahora sólo le importaba encontrar la manera de salir de allí. Por más que miró al horizonte, sólo veía un enorme desierto.

Comenzó a caminar, desesperado. A cada paso que daba, sentía en las plantas de los pies un escozor intensísimo, causado por la elevada temperatura de la arena. El sol caía de plano sobre su cabeza y no tenía con qué protegerse. Tampoco llevaba agua y notaba la lengua y la garganta secas.

Alcanzó la cima de una duna y recibió una tremenda oleada de calor. Hasta donde la vista le alcanzaba, todo era desierto. Miguel perdió la poca esperanza que albergaba de sobrevivir. No llegaría a ninguna parte sin agua, sin comida, sin protección ante aquel sol despiadado. Pero siguió caminando, como un autómata, utilizando las pocas fuerzas que le quedaban.

Después de unas horas, Miguel estaba al borde de la deshidratación. Fue entonces cuando creyó adivinar un cambio en el monótono paisaje. Se acercó, intentando que los pies no le fallaran. Cuando llegó, creyó que sus ojos le mentían: había encontrado un pozo.

Allí se encontraba su salvación. Corrió hasta el pozo sin vacilar, apoyó las manos en el brocal y asomó la cabeza. Deseó no haberlo hecho, pues lo que había dentro lo dejó sin aliento: no encontró agua sino fuego. Las llamas le miraron antes de crecer a velocidad de vértigo desde lo más profundo, intentando atrapar a Miguel.

Una fuerza invisible tiró de él hacia el interior. El muchacho luchó por resistirse: no quería morir abrasado. Miguel gritó, intentando aferrarse al borde del pozo con firmeza.

Un sentimiento sombrío se le instaló en el corazón. Pensó, con remordimiento, que había mentido a sus padres, que había perdido el tiempo con placeres efímeros y egoístas, que había sido un tonto derrochador. Por un momento quiso dejarse caer, absorbido por aquella fuerza, pero no se rindió porque aquel pozo le había abierto los ojos. Recordó a sus padres, que lo querían a pesar de sus engaños, y la sombra que se había colado en el corazón fue derrotada por unas nuevas ganas de cambiar.

Miguel logró frenar el efecto succionador que el pozo ejercía en él y cayó desplomado sobre la arena. Cuando abrió los ojos, recuperado del miedo, vio las figuras de un hombre y una mujer caminando hacia él. Una luz repentina lo cegó antes de que todo desapareciera.

Despertó en una cama mullida. Ante él se alzaban dos figuras familiares. Eran sus padres. El muchacho sintió una inmensa alegría y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Su madre le sonrió.

-Miguel, pensábamos que te íbamos a perder. Has estado en coma durante meses, pero hoy, en cuanto hemos abierto la puerta, has abierto los ojos cómo si nos estuvieras esperando.

-Os tengo que pedir perdón por todas mis mentiras. He estado al borde del abismo, pero vosotros me habéis salvado para que pueda cambiar.