IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

Ante el horizonte

Cristina Echániz, 15 años

                 Colegio Ayalde (Bilbao)  

Nací el 14 de abril de 1925, en un pequeño pueblo del norte, sí, aquí cerca, llamado Guetaria. Toda mi familia era de allí, y allí habían vivido desde siempre.

Fui un niño normal. José me cristianaron. Un niño con una familia normal y una vida normal.

A los doce años la Guerra Civil española hacía muy difícil la supervivencia en el pueblo, así que a mí y a muchos niños de la zona nos enviaron a Rusia. En mi caso, a Leningrado, la capital de los zares. De Leningrado me condujeron a Ucrania, a Odesa, donde me acogió una familia con la que viví los siguientes seis años.

A los dieciocho conocí en Odesa a una chica que también era española. Era la mujer más guapa que he visto en toda mi vida: ojos de color avellana, pelo castaño y un rostro muy singular y muy bello. La familia ya no me quería porque con dieciocho debía encontrar un trabajo que me mantuviera, así que regresé a Leningrado. Pensé que nunca más la volvería a ver.

Empecé a estudiar Derecho, pero como los trabajos esporádicos que conseguía como tendero no me daban para estudiar la carrera, la tuve que dejar. Me pasé los años ahorrando para volver a España en cuanto tuviera una oportunidad. Cuando junté dinero suficiente, la URSS me denegó el visado y me trasladé a vivir a Toksovo, porque había oído que era uno de los mejores lugares para “vivir del cuento”: se trataba de una pequeña ciudad llena de criminales.

En el tren conocí a un hombre. Rozaría los cuarenta. Me indicó dónde me podía alojar durante las primeras noches.

Tomé una habitación en un motel. Al despertar, me encontré con que mi dinero había desaparecido y todas mis cosas estaban revueltas; me habían robado.

Me quedé sin nada.

Comencé a trabajar en una fábrica de aviones de guerra. El salario no me permitía vivir en unas condiciones razonables, así que comencé a robar para poder comer, hasta que, en una ocasión, un policía me detuvo cuando cogía la cartera a un señor que observaba un escaparate. Me metieron en la cárcel esa vez y otras. La necesidad me obligaba a realizar esos pequeños hurtos.

Así transcurría mi difícil juventud, hasta que un día me crucé con una cara que me sonaba. ¡Era aquella chica de Odesa! Trabaja y vivía, como yo, en Toksovo. Ella no me reconoció inicialmente. Hablamos y hablamos. A medida que fue pasando la noche, nos dimos cuenta de que estábamos hechos el uno para el otro. Ambos teníamos la esperanza de volver a España, pero parecía una misión imposible, así que decidimos regresar juntos a Odesa.

Nos instalamos en una casita a las orillas del Mar Negro. Cada noche nos sentábamos en un bar del puerto, para contemplar la puesta de sol. Soñábamos con casarnos.

Hasta 1956 no pudimos cumplir nuestro sueño: nos casamos y tuvimos tres hijos. Son ya mayores. Fue aquí, en Barrika, cerca de Bilbao, donde conseguí un trabajo y nos instalamos.

Ahora tengo ochenta y ocho años. Me han acogido en un asilo porque estoy medio ciego. Mi mujer ya se fue. Mis hijos ya casi no me visitan… Pero me habéis dado la oportunidad, queridas chicas a las que no conozco de nada pero que venís a visitarnos en una maravilloso gesto de caridad, de contaros las aventuras de este pobre carcamal.