XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

Atún y anchoas,
sin aceitunas 

Mònica Giménez Fernández, 15 años

Colegio La Vall (Barcelona)

El sudor le bajaba por la espalda mientras pedaleaba. Manuel maldijo entre dientes:

<<¿A quién se le habrá ocurrido construir una casa sobre una colina con semejante pendiente?>>.

Una vez más, se arrepintió de no haberse examinado del carnet de moto cuando pudo. Aunque eran las siete de la tarde de un martes, el ambiente conservaba el abrasador calor del mediodía. Manuel se sentía como si lo hubieran metido en el horno de las pizzas que repartía. Su turno estaba a punto de acabar y aquella era la última entrega: una de atún y anchoas, sin aceitunas, que olía como si viniera del mismísimo cielo. 

Al fin llegó al lugar, una casita de una planta con un porche y un par de limoneros que guardaban su entrada. Llamó al timbre y un voz débil respondió:

–Ya vengo.

Era una mujer entrada en años, de pelo blanco recogido en un moño desordenado, delgada, de aspecto frágil pero con los ojos rebosantes de vida y curiosidad. Llevaba el dinero en efectivo.

–Aquí está mi pizza… Muchas gracias, joven.

Manuel se limitó a murmurar un <<de nada>> y a recoger el dinero. Iba a marcharse cuando la anciana le agarró del brazo con una fuerza inusitada.

–¿Cómo te llamas?

–Manuel.

–Pues Manuel, querido, me veo en obligación de decirte que no tienes buena cara. Entra y come algo de pizza, que es muy grande para mí, que vivo sola.

Se lo pensó, pero como no tenía mucho dinero ni una familia que se preocupara por él, aceptó.

Entraron en el salón, una estancia con un par de mullidos sillones, una mesa baja y estanterías con fotografías y libros. Se percató de que no había televisión. La anciana se dejó caer en uno de los sillones y le señaló el otro a Manuel. Hubo unos instantes de silencio mientras devoraban la pizza. Al acabarla el silencio se volvió incómodo. Manuel quiso despedirse y volver a su casa pero la mujer inquirió:

–Bueno, ¿cuál es tu historia?

–Perdone… –respondió sorprendido.

–Todos tenemos una historia, muchacho. De nuestras idas y vueltas, de lo que hemos visto y vivido. Yo las colecciono porque, a pesar de mis años, he comprobado que siempre se puede aprender algo de los demás.

–No sé qué decirle.

–Eres tímido, ¿eh? Empezaré por contarte yo la mía, hasta que se te pase la vergüenza.

La viejecita le relató su infancia, durante la guerra, las travesuras que hacía con sus hermanos, la escasez de alimentos que sacudió su juventud… Muy a su pesar, Manuel se vio obligado a interrumpirla, pues debía regresar. 

Durante el camino de vuelta reflexionó acerca de la experiencias de aquella mujer, que le habían conquistado como si de una serie de Netflix se tratara. En su piso, solo como siempre, le pareció que el vacío que habitaba en su interior desde su adolescencia había disminuido. 

El martes siguiente recibió un encargo: una pizza de atún y anchoas, sin aceitunas. Después de subir la colina y llegar a la casita, otra vez la mujer le invitó a entrar. Después de comer, le contó cómo conoció a su marido y un viaje que hicieron a Turquía. 

Martes tras martes, pizza tras pizza, la mujer le fue desvelando por capítulos el contenido de su corazón. Y Manuel, que empezó como un oyente reticente, se encontró bebiendo con avidez de la sabiduría de sus palabras, con el deseo de que llegara el próximo martes.

Pero aquel segundo día de la semana, a pesar de ser más de las siete, la anciana aún no le había llamado. Manuel se inquietó, y decidió comprobar que todo iba bien. Subió a su bicicleta y pedaleó a toda velocidad, sin querer dar voz a los temores que le asaltaban. El corazón le retumbaba en el pecho mientras se acercaba a la casa. La puerta estaba cerrada, pero las luces seguían encendidas. Tocó el timbre. No hubo respuesta. Probó a gritar, y tampoco recibió respuesta. Era consciente de que podría arrepentirse de su decisión, pero agarró un pedrusco y lo lanzó contra la ventana del salón. Usó su bicicleta para empujar los cristales que quedaban en el marco y entró con precaución para no cortarse. Entonces la vio, tirada en el suelo como un frágil polluelo caído del nido. Se apresuró a llamar a emergencias. Al cabo de un rato, la ambulancia se llevó a su amiga. Contempló las luces parpadeantes que se alejaban por la carretera, mientras pensaba que no podía perderla, que él aún no le había narrado su historia, lo solo que se sentía y lo mucho que la necesitaba. 

Hacía tres martes que el repartidor de pizza se sentaba ante el teléfono, esperando una llamada que no llegaba, para, al cabo de un rato, marcharse angustiado. Pero aquel martes, cuando a punto estaba de abandonar la pizzería, un compañero le avisó: 

–¡Eh, Manuel! Tienes que repartir una de última hora. Y es de lo más curiosa: de atún y anchoas, sin aceitunas y con una historia.