XIX Edición
Curso 2022 - 2023
Besos al aire
Guillermo Alonso del Real, 15 años
Colegio El Vedat (Valencia)
En el instante que Leandro puso un pie en la acera, desapareció. Ana se llevó las manos a la boca y los ojos se le abrieron de forma admirable. Dejó de importarle la reunión a la que llegaba tarde, y que Leandro, al chocarse con ella en el paso de cebra le hubiera derramado un café sobre su blusa blanca. Solo necesitaba saber qué le había pasado a su amigo.
Caminó hasta el otro lado del paso de cebra, donde, de la nada, Leandro reapareció. Ella lo miró confusa.
<<¿Qué se le pregunta a alguien que desaparece?>>, se preguntó con el corazón palpitante.
Leandro agarró a Ana por los brazos, y sin soltarla la condujo a la acera. Allí quedó aún más sorprendida cuando él volvió a desaparecer, porque sentía cómo Leandro la sujetaba. Carcomida por la ansiedad, dio un paso y se encontró de nuevo con Leandro, que estaba a pocos centímetros de ella, en el paso de cebra.
–Fuera de este paso de cebra, no nos podemos ver –le explicó.
–Está bien –contestó Ana liberándose de sus manos–. Entonces, mañana a la misma hora y lugar. ¿De acuerdo? –le preguntó, tocándolo sutilmente para comprobar si era real.
Leandro asintió.
Ana se dio la media vuelta. Más que andar, trotaba asustada. Trataba de discernir quién de los dos era el real: el visible o el invisible. Se apoyó en una farola, cerró los ojos y deseó que el maldito Leandro no fuese más que un sueño.
Como preveía, al día siguiente sucedió algo parecido, de manera que acordaron verse todos los días en el mismo paso de cebra. Aquellos encuentros se hicieron cotidianos: día tras día, en el mismo lugar y a la misma hora, hasta la mañana que Leandro la recibió en el paso de peatones con una rosa. Se la tendió. Ana se mostró reacia, pensaba que si permitían la entrada al amor, aumentaría su delirio. Pero la mirada de Leandro le resultó irresistible y cayó rendida a sus pies.
A causa de aquellas visitas, Leandro perdió su puesto de trabajo en la revista ‘‘Moda española de 1976 y otros quehaceres’’. Cada mañana se vestía como un caballero antiguo, a lo que Ana le respondía, contrariada, llamándolo payaso. A él no le importaba; conseguía arrancar una sonrisa nueva a la chica, lo que rebosaba los límites de su felicidad.
Unas veces se sentaban en el borde de la acera y compartían una pequeña botella de champagne. Otras, simplemente se miraban a los ojos. Pero una vez, mientras charlaban sobre hacia qué lado debería uno peinarse, una mujer fornida de nariz puntiaguda le pisó la mano a Leandro.
–Ha llegado el momento de que abandonemos este paso de cebra –le propuso Ana.
Agarrados de la mano, pusieron un pie en la acera, se miraron un instante y otro más. Leandro desapareció de su vista y Ana de la de Leandro. Pero sentían el contacto de su piel.
Resolvieron que, aunque fueran invisibles, aquello era mejor que arriesgarse a los pisotones de la gente. Pensarían que Ana era una loca, que hablaba sola y soltaba besos al aire. Pensarían que Leandro era un loco, que se reía solo y acariciaba las mejillas de la nada.
–¿Ana? –llamó una voz– ¿Ana?...–. El silencio era latente–. ¡Contesta, Ana!
Ana abrió los ojos. Una mujer entrada en años portaba una jeringuilla. Era ella quien le hablaba. Intentó incorporarse, una y otra vez, y una vez más, pero fue inútil porque estaba atada a una cama, en cuyas sábanas estaba bordado: ‘’Paciente 352. Hospital psiquiátrico de San Baudilio de Llobregat’’.