IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

Bravo

Sofía Sánchez-Bayton, 14 años

                  Colegio Sierra Blanca (Málaga)  

Tropezó de nuevo, bajó la cabeza pero recobró el aliento. Tenía el lomo mojado de sudor y sangre. El cuerpo le temblaba de dolor; sentía una larga punzada a través de la piel. Cerró los ojos y recordó…

Él no había sido el primero ni sería el último, se lo dejaron claro nada más nacer.

Su primera memoria lo trasladaba al campo. La sensación de la hierba bajo sus pezuñas, el aire fresco que identificaba con el hogar, el cantar de gorriones y jilgueros al amanecer, la manera en la que el sol calentaba la tierra y aire, como si la madre naturaleza velara por cada una de sus criaturas.

Aquella sensación de libertad era la más maldita de todas.

Recordó a sus compañeros veteranos, los que llevaban ahí más tiempo y contemplaban el paisaje con tristeza porque sabían cuál era su destino.

En cambio, sus hermanos jóvenes, como él, no tenían preocupación alguna, no se preguntaban por su origen ni su final. Eran ignorantes ante una realidad: que la belleza del momento presente se escaparía para convertirse en otra cosa, en pasado, en recuerdo.

Había aprendido que lo bueno no dura. Las sensaciones de euforia y felicidad no son permanentes sino temporales, breves. La alternativa era una vida larga de esclavitud y sometimiento, sin dignidad ni orgullo.

En definitiva, prefería morir luchando, envuelto en la manta del calor de la batalla, que en la frialdad de la esclavitud. Recordó este dicho: <<Mejor morir de pie que vivir arrodillado>>.

Abrió de nuevo los ojos para echar una mirada a su alrededor. Todos observaban atentos: a él y a su oponente; a él y a su asesino, animándole a que terminase su trabajo, chillando desde las gradas. Ellos no tenían ni la más remota idea. Los dos habían dedicado sus vidas hacia este momento, los dos tenían el mismo destino y compartían una misma misión. Fueron entrenados y educados en la lucha para preparar el momento presente.

Verdaderamente sus vidas estaban entrelazadas. La única diferencia era que él, como sus hermanos de raza, acabaría inerte mientras que su adversario podría o no acabar de la misma manera.

Fijó su vista, ya borrosa, en el punto más cercano, se levantó por última vez, sintiendo la tierra removerse bajo sus pezuñas y se lanzó con sus últimas fuerzas hacia el rojo, rojo como su lomo empapado en sangre. Sintió la espada atravesarle, entre el morrillo y la nuca. Cayó al suelo y, en un último acto de lucidez, recordó de nuevo el refrán y sonrió por dentro al añadirle un verso: <<Mejor morir de pie que vivir arrodillado…, es la vida de un toro bravo>>.