IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

Canalla

Paula Maher, 15 años

                 Colegio Montealto (Madrid)  

17 de Noviembre 1918

Han pasado muchos años desde que dejé la escuela de párvulos, por lo que apenas recuerdo nada de los pañales húmedos, los llantos o los zapatos llenos de arena.

Tampoco ha prevalecido en mi memoria demasiada información concerniente al duro tiempo en el cual los habitantes Helston, un pequeño pueblo al oeste de Cornwall, curamos las heridas que la Guerra había infligido en nuestros cuerpos y almas. Supongo que no conservo recuerdos porque, simplemente, me dediqué al proceso de aprender a comunicarme con mis semejantes por medio de la lectura, la escritura y, por supuesto, el habla.

En la escuela dominical convivíamos niños y niñas, sin distinción. Compartíamos y vivíamos experiencias bajo el atento cuidado de la señorita Hurton.

Mi mente alcanza a ver, con increíble claridad, a uno de los muchachos de aquellos tiempos. Se llamaba Albert, era gordito y siempre iba repeinado. Tenía una mirada azul, vivaz y astuta, y el pelo ondulado y del color del trigo. A pesar de ser encantador, destacaba por su arrogancia, desprecio por los débiles y una pertinaz avaricia.

Sí, es muy triste, pero desde tan temprana edad el chiquillo se resistía a compartir sus cosas. Recuerdo cómo, a pesar de mi tripita rugiente por el hambre, devoraba en soledad sus golosinas…

Después de mencionar y ejemplificar su avaricia y egoísmo, debo hacer lo propio con su arrogancia y desprecio por los débiles. En aquella época yo me podía considerar uno de esos débiles.

En cuanto alguno de los matones de colegio iniciaba sus pasatiempos, las chicas buscábamos protección en el territorio masculino. Por aquel entonces, yo no era la más festejada, sino que me acercaba al final de la cola. Pero me refugiaba en mi sueño de ser princesa, lo que no me impedía ejercitarme en otros campos, como el dibujo.

El día de verano en el que Albert me despreció, la señorita Hurton nos había puesto a dibujar. Me entregué con pasión a aquella tarea, retorciéndome un mechón de pelo e intercalando los trazos del lápiz con otra de mis actividades favoritas: chuparme el dedo.

Compuse una escena de novela rosa, en la que se veían multitud de princesas y príncipes bailando. La más hermosa, dotada de unos voluptuosos labios rojos, signo -según mi infantil valoración- de la belleza perfecta, era yo, la princesa Anna. La princesa, casi bruja, cuya cara y figura resultaban más desagradables, era Dorothy, una chica de la clase con la que nunca trencé lazos de amistad.

Segura de mí misma, y con una sonrisa dulce, me dirigí a la mesa de Albert, donde algo indefinido tomaba forma en su papel.

-Mira _le tendí el dibujo-. ¿A que soy mucho más guapa que Dorothy?

Él miró la lámina unos instantes y respondió, cortante:

-No.

Fruncí mi nariz de duendecillo, enfadada, y volví a mi pupitre, decidida a solucionar el problema.

Cubrí a Dorothy de color negro y regresé a la mesa de Albert.

-¿Y ahora?

-No.

Se levantó con total tranquilidad y, limpiándose los mocos en su manga, se encaminó hacia el cuarto de baño.

A pesar de este desafortunado incidente, pasados unos años mi madre me anunció que había sido invitada a la fiesta del antes mencionado caballero.

El comienzo de mi relación con Albert marcó un hito en mi vida, un antes y un después en el conocimiento de su familia, los Ravensdale, de la que comencé a formar parte gracias al matrimonio con su primogénito, mi amado Anthony.

Y ahora, arropada con el manto de la vejez, mientras aguardo el momento de mi muerte, encuentro consuelo al recordar aquellos días dorados en los que floreció nuestro amor.