IX Edición
Curso 2012 - 2013
Cartas desde el horizonte
Laura Barranco, 17 años
Colegio Vilavella (Valencia)
Le llegaban muchísimas cartas. Cada semana una o, incluso a veces, dos, todas con fecha y lugar distinto. Muchísimas cartas, pero ninguna como la que ella necesitaba. Ninguna en la que aquella caligrafía tan buen conocida, pusiera entre exclamaciones: <<¡Vuelvo a casa!>>.
Sara fue amontonando las cartas en un solo montón. Cuando estuvieron todas apiladas, las envolvió con un gran lazo gris. Guardó las cartas en un cajón. Al cerrarlo se encontró de nuevo en el puerto. Aquel puerto que le hacía revivir sus pesadillas una y otra vez…
El sueño era siempre el mismo.
Todo empezaba con el mar -ese mar transparente de Valencia- y con un barco. Carlos y ella llegaban al puerto y ella no hacia más que llorar. Él la cogía por los hombros y, poco a poco, le acercaba a sus labios. El beso era siempre largo y suave, como si él temiese que fuese a ser el último.
Carlos cogía la maleta y despacio, muy despacio, soltaba las manos de Sara.
Ya en el barco, Carlos se debatía entre la risa y el llanto, ante el destino fatal de adentrarse en el océano y cruzar el horizonte, aquella línea imaginaria que le impediría ver a Sara.
El barco zarpó. Sara, con un pañuelo blanco en la mano, se despedía de Carlos desde el muelle, deseando que volviese pronto a su lado.
El puerto desapareció. De nuevo se encontraba en el salón de su casa. No tenía ganas de nada, por lo que simplemente subió las escaleras y se dejó caer en la cama, deseando no soñar nunca más con aquel puerto que le había arrebatado a su marido.
Todas las mañanas le vencía la misma rutina: limpiar, comprar, hacer la comida, lavar y tender. Pero aquella mañana el cielo estaba despejado y el aire olía distinto.
Durante su paseo matutino por el mercado, escuchó a los niños hablar con emoción, pero decidió no prestarles demasiada atención. Los niños gritaban: <<¡Los marineros vuelven, los marineros llegan…!” Pero Sara no escuchaba. Sus pensamientos aislaban su mente de la realidad, una realidad que le habría hecho sentir mejor.
Comenzó a tender en el jardín la colada, al mismo tiempo que por su rostro rodaban lágrimas de tristeza. Entretanto, por la puerta de atrás apareció un hombre alto, delgado y fuerte que caminaba despacio, pues cojeaba de una pierna. Sabía cuál era su destino: iba directo a ella. Detrás de las sábanas, Sara vio una sombra. El aire se le quedó en los pulmones, sin poder salir. Cuando el hombre retiró las sábanas con la mano, comenzó a fluir el aire y las lágrimas se convirtieron en manifestación de alegría.
Carlos estaba allí. Se enlazaron en un cálido abrazo, en un suave beso, y él le juró que jamás volvería a la mar.