XII Edición

Curso 2015 - 2016

Alejandro Quintana

Confesiones de una ventana

Ana Belén Rodríguez Alenza, 14 años

                 Colegio Pineda (Barcelona)    

La mitad de su cuerpo pasaba un frío terrible durante las noches de invierno, aunque sus dueños la cerraran de par en par, cosa que agradecía. Pero el frío arañaba en el exterior, donde nadie podía protegerla. Ella lo asumía porque, ¿quién va a cubrir una ventana?

Aunque no tenía ojos, observaba a los hijos de sus dueños cuando miraban la calle a través del cristal, ya fuera para empañarlo con un suspiro si el galán no bajaba por la acera, o para sonreír ante el sol radiante antes de suplicar permiso para salir a jugar.

Los días de lluvia la mitad de su cuerpo quedaba empapado, en una divertida carrera de gotas que bajaban hacia el alféizar. Le exasperaban los bocinazos del atasco, que los paraguas cubrieran los cuerpos de los paseantes y que apenas se vieran pájaros en los árboles de enfrente. Claro que, ¿a quién le importan los sentimientos de una ventana?

No había instante en el que no lamentara no tener amigos. Le sobraban las aves, que se posaban en el alféizar con traviesas intenciones de picotearle el cristal. Ella no podía apartarlas, así que se limitaba a someterse a ese trato cruel. Admiraba cómo los hijos de sus dueños traían a sus amigos a casa y pasaban las tardes entre juegos y risas.

La ventana sentía curiosidad por las otras ventanas de la ciudad. ¿Tendrían el marco blanco, como el suyo? ¿O quizá negro por el mordisco de un incendio destructor? ¿O existirían ventanas de colores vivos, colores pastel o indefinidos?... Las consideraba como si fueran animales mitológicos. De lo que estaba segura era de que, como las ventanas no tienen boca ni cuerdas vocales, nunca podrían decirse nada.

Aquella peculiar ventana amaba a los niños. Los miraba con ternura y no le importaba si la tocaban con sus pequeñas manos embarradas de tanto jugar. Los niños le agradaban porque eran inocentes, y no entendía por qué ellos decían: <<yo de mayor quiero ser como mi padre>>, pero ningún padre decía <<¡Ojalá yo fuera como mi hijo!>>.

Había visto murmurar a sus dueños cuando la abrían o la cerraban, dándole un violento golpe que la aturdía. Sin embargo, los niños de la casa cogían su pomo con delicadeza y la cerraban con ternura, como si le tuvieran cariño. Eso la hacía vibrar en cada una de sus astillas: la corazonada de que alguien la apreciaba.

En algunas noches de verano, la negra inmensidad del cielo se cubría con las explosiones llenas de alegre colorido de los fuegos artificiales. De su interior brotaba un profundo agradecimiento por tanta belleza. Pero, ¿quién se va a parar a escuchar a una ventana?