XIX Edición
Curso 2022 - 2023
Demencia
Loreto Marsal, 17 años
Colegio Ayalde (Vizcaya)
La despertaron unos ruidos. Encendió la luz de la mesilla y se frotó los ojos, tratando en vano de alejar de su mente el retazo del sueño que aún permanecía en su memoria. El reloj de silicona marcaba las siete y media de la mañana.
Bostezó y entró en el baño. En el espejo, se topó con unos ojos colmados de nubes grises, de nieve, de lluvia. Un palimpsesto de recuerdos nefastos y de otros inventados. Se lavó la cara para disipar la bruma. Pero, nada… seguía envolviéndola.
–Pronto estarás mejor, Alicia. Esto no es más que un mal sueño. Enseguida te despertarás y todo volverá a la normalidad –se consoló a sí misma.
Apagó la luz y volvió a su cuarto, pulcramente ordenado. Su decoración era austera: una cama cuyas sábanas se fundían con el blanco de las paredes, una mesa, una silla de plástico y un armario oculto detrás de una cortina. Era una habitación sin huellas, sin nada que decir. Si hubiera estado en su mano, se habría hecho con una brocha y la habría pintado de rojo. Aquella ausencia de colores era tan insulsa como su vida, en la que todo estaba programado: la hora de levantarse, desayunar, salir al jardín, volver para comer, cenar e irse a dormir.
Aquella rutina le hacía ansiar sus sueños, en los que todo era posible porque podía ser quien se le antojara, donde nadie le juzgaba ni le recordaba sus limitaciones. En sus sueños no existían estereotipos ni expectativas, y sus palabras eran sólidas, perennes, no como en la realidad, por donde flotaban como humo antes de desvanecerse, ya que nadie parecía escucharlas.
Los días pasaban lentamente por el calendario que tenía en su mesilla. El tiempo se burlaba de ella desde que llegó, seis meses atrás. Su familia había retrasado el momento de enviarle a ese <<campamento donde te pondrás mejor y harás nuevos amigos>>, hasta que fue indispensable.
Al principio, sus padres achacaron el monólogo incesante sobre mundos maravillosos a su corta edad. Empezaron a preocuparse con el transcurrir de los años, pues el soliloquio se hizo insistente, hasta rozar la locura. Mientras tanto, ella se sentía perdida, pues nadie quería compartir su fascinación por lo onírico. Los adultos le instaban a soñar, pero al empeñarse en hacerlo, la tachaban de enajenada. Los adultos… Alicia estaba harta de su negligencia. Por su culpa se encontraba allí, encerrada. Creía que le habían arrebatado la infancia.
Se disponía a meterse de nuevo en la cama, cuando un murmullo interrumpió sus cavilaciones. Se le hizo evidente que había alguien al otro lado de la puerta. Se sentó en el suelo, tratando de escuchar algún retazo de la conversación, en la que reconoció la voz quebradiza de su madre:
–¿Crees que está mejor?
–Yo diría que sí –le respondió una voz masculina con un matiz meloso, cautivador.
–No quiero esto para ella –le reconoció con angustia.
–Es lo mejor para todos; confía en mí.
Alicia se echó a reír. No pudo evitarlo. Rompió en carcajadas al ponerse en pie. El conejo blanco reía junto a ella mientras agitaba su reloj, que marcaba las cuatro de la tarde. La oruga tosía a cuenta de sus pulmones quemados, envuelta entre el humo.
Se puso de puntillas para contemplar, a través de la mirilla, los rostros horrorizados de su madre y su psiquiatra, quien sostenía un bote de pastillas con las que llevaba meses tratando de combatir su demencia. Una mujer vestida de rojo, escondida tras ellos, la miraba con odio. A Alicia le invadió una sensación de regocijo. <<Pobres ilusos. ¡Como si pudieran hacer algo para curarme!>>.
Había llegado el momento: se acercó a su escritorio y lo alejó de la pared. El boquete de no más de medio metro de diámetro que cruzaba todas las noches, le dio la bienvenida.
Los golpes en la puerta y los gritos proferidos por su madre y su médico no provocaron en Alicia reacción alguna. Ansiaba volver a sus sueños, a su mundo perfecto. ¿Quién era aquel doctor para decirle cómo vivir su vida? ¿No eran acaso los sueños las realidades de un mundo paralelo?
La puerta se salió de sus goznes. Alicia solo tuvo tiempo de ver los ojos efervescentes de los dos adultos, antes de saltar al vacío por la boca del túnel ingrávido, por el que descendía el camino que le conducía a su mundo maravilloso, en donde sus amigos la aguardaban. En cuanto la brisa acarició su rostro, sonrió tranquila.