XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

Desde Murcia
a la pantalla 

Antonio Iniesta, 14 años

Colegio El Prado (Madrid)

Antonio vagaba desolado por las calles de Murcia. Cargaba sus pocas pertenencias en una maleta de ruedines y una mochila. El casero acababa de echarlo de su piso, pues se le acumulaban los retrasos en el pago del alquiler, y no sabía adónde ir. 

Solo le quedaba una persona a la que acudir: la antigua esposa de su difunto hermano menor, con la que nunca había mantenido una buena relación. Sin embargo, había una importante contrariedad: ella vivía en Valencia, a doscientos treinta kilómetros o, lo que es lo mismo, a cuarenta horas a pie, así que no le quedó otra que recurrir a la amabilidad de un conductor, que detuvo su automóvil en la A-7 para recogerlo. Enseguida entablaron conversación, hasta que se despidieron en el centro de la capital del Turia. 

Antonio tenía que encontrar a su cuñada. Recordaba el nombre de la calle, pero no el número ni el piso donde ella vivía. 

Una vez llegó a la vía, fue de portal en portal consultando los buzones. Encontró el nombre de la mujer al finalizar la mañana: número 38, segundo A. Tocó el timbre, con el corazón a todo gas.

–Hola Carmen –la saludó con los ojos gachos.

–¿A qué has venido? –fue su frío recibimiento.

–Necesito tu ayuda; no tengo a dónde ir.

–Vete a molestar a otra parte.

Le cerró la puerta en las narices, pero Antonio volvió a pulsar el timbre.

–¡Lárgate! –le gritó Carmen desde el otro lado de la puerta. 

Se marchó desolado, pero al cabo de un rato se acordó de Jorge, un viejo amigo de la infancia. Cuando este se mudó de Murcia a Valencia, se mandaban cartas mutuamente. Sabía que continuaba viviendo con sus padres y recordaba su dirección. 

Una vez se plantó frente a la casa de Jorge, sintió vergüenza. Iba a darse la media vuelta cuando, en un golpe de valentía, pulsó el timbre. La puerta se abrió al momento. Era Jorge. Al principio no lo reconoció.

–¿Antonio?

Se dieron la mano, pasaron adentro y se sentaron en el salón. Durante un tiempo hablaron acerca de mil asuntos. Jorge le dijo que trabajaba en un supermercado en el que buscaban empleados. Acordaron que se verían a las ocho de la mañana siguiente, en el comercio, para que Jorge se lo presentara a su jefe. Al entender cuál era su situación, Jorge le entregó algo de dinero para que se buscase una pensión o un hostal donde pasar la noche. 

Gracias a la recomendación de su amigo, le concedieron el trabajo. Cobraría el salario mínimo, contaría con los recursos de la seguridad social y con un descuento en la tienda. 

A la semana y media de empezar a trabajar, a Antonio se le acabó el dinero para pagar la pensión. Todavía le faltaban unas semanas para cobrar su primer sueldo, así que durmió en la calle. Al día siguiente se despertó con los primeros rayos de luz, en el preciso instante que su jefe pasaba frente a él. Este lo miró extrañado y, al poco de empezar la jornada, le comunicó su despido con efecto inmediato, pues no podía tener un empleado que durmiera a la intemperie, como un mendigo. Jorge intentó mediar, pero sin resultado.

Una pareja de monjas pasaron frente a la tienda cuando Antonio lloraba desconsolado, sentado en las escaleras de acceso. Apiadadas de él, le invitaron a un albergue que mantenían y donde había un comedor social. Con el ánimo más calmado, durante las siguientes semanas fue haciendo numerosas entrevistas de trabajo, hasta que lo contrataron en una papelería, donde no duró mucho. Después fue empleado en  una panadería, en un hotel, en otro supermercado... No había manera de que le durasen los empleos. Jorge no volvió a saber de él.

Tiempo después, Jorge salió a pasear. Al pasar frente al supermercado, pensó en qué habría sido de Antonio.

Mientras entraba en casa, escuchó su voz. No tuvo dudas de que era él. Fue al salón a toda prisa, pero no lo encontró allí. Su voz provenía de la televisión.