XII Edición

Curso 2015 - 2016

Alejandro Quintana

El camino del regreso

Helena Jiménez, 16 años

                 Colegio La Vall (Barcelona)    

La lluvia azotaba los cristales de las ventanas, limpiándolas de las oscuras sombras de la noche. En el interior de la habitación, Anna escribía de un modo compulsivo, deslizando la pluma frenéticamente mientras las ideas se le escurrían por las yemas de los dedos.

Era una chica joven, sana y con carácter, que intentaba luchar por una vida libre y feliz. Al pertenecer a las altas esferas sociales, su vida estaba llena de obligaciones y privaciones.

Fue a poner el punto y final cuando una punzada de dolor sacudió su conciencia. No sabía que la verdad dolía con tanta intensidad.

Al fin se levantó de su escritorio, dobló el papel y con letra primorosa y cuidada anotó: “Para los señores Cisneros, de su hija Anna”.

No quiso perder ni un minuto más. Se dirigió al ropero y cogió una chaqueta, guantes y sombrero a juego con el vestido que llevaba. Frente al espejo realizó aquellos movimientos como un ritual: abotonarse el abrigo, enfundarse los guantes y ladear el sombrero a la derecha. Al terminar recorrió con la mirada aquella estancia que había sido su habitación desde que nació. Junto a una de las ventanas se hallaba su equipaje, lo necesario, pues no le convenía cargar con demasiado peso. Observó la espesa cortina de agua a través del cristal y, por un segundo, un foco de luz rompió la noche.

Abrió la ventana y tiró uno a uno los paquetes que componían su equipaje. La cerró y guardándose la carta en el bolsillo, abandonó la habitación, llegó al final del corredor, al despacho de su padre, sacó la misiva y la dejó encima de la mesa. Salió con cautela y bajó por la escalera de mármol hasta el salón de baile, adornado en uno de los laterales por pesadas cortinas, y metiéndose entre ellas empezó a palpar hasta que sus dedos encontraron el pomo. Lo giró y dejó paso a la humedad suspendida en el aire y al frío de la calle.

Cuando sus pies se mojaron con la hierba del jardín, una intensa sensación de miedo le recorrió el cuerpo. Tenía miedo, pero sabía que debía marcharse para ser feliz.

Escudriñó la penumbra con la mirada y distinguió una silueta entre la negrura, que se acercó a ella, al principio a paso lento, luego cada vez más rápido hasta que apenas quedó distancia entre ambos.

Alex cargaba sus maletas. La miró irradiando seguridad y cariño. Bastó aquel intercambio de miradas para que todas las dudas de Anna desaparecieran. Se marcharon por el sendero, hasta que les tragó la noche.

***

«Mi querida niña:

Supongo que cuando hace cinco años nos dejaste aquella carta de despedida, no pensaste en la posibilidad de que fuera contestada. Ahora ves que he necesitado bastante tiempo para decidirme. Al final he llegado a la conclusión de que si no lo hago te perderé para siempre.

A pesar de tu marcha te sigo queriendo, como siempre. Eras libre para tomar decisiones como aquella.

Supongo que a causa de tu marcha tampoco supiste de la repentina muerte de tu padre. Mi intención no es hacerte culpable, sino que puedas recordar y, quizá, sentir añoranza de los tiempos pasados en los que, a pesar de todo, fuiste feliz.

Te pido que vengas cuanto antes, aunque solo sea por unas horas. Las dos necesitamos curar viejas heridas.

Tu madre».

Anna lloró mientras sus ojos se posaban en cada una de aquellas palabras, saboreándolas una y otra vez. Cada vez que leía «añoranza» y «tiempos pasados», temblaba.

Una cabecita rubia se asomó por encima de aquellas cuartillas, interrumpiendo el oleaje de emociones.

—¿Por qué estás triste? –le preguntó.

—No es nada, cariño —se secó las lágrimas—. Solo estoy cansada. Y tú, ¿no deberías estar acostada? Anda, vamos.

Cuando al cabo de un rato la niña se quedó dormida, regresó a su habitación. Alex detectó el brillo en sus ojos.

—Ha llegado una carta que no esperabas, ¿verdad?

Ella asintió.

—Es de mi madre. Quiere que vaya a verla. Se siente muy sola desde que murió padre y…

—Aguarda —le dijo sorprendido—. ¿Tu padre ha muerto?

Anna le leyó el mensaje de su madre.

—No sé qué hacer –le dijo al doblar las cuartillas de nuevo—. Tengo miedo.

Cristóbal le tomó de las manos y la miró a los ojos. Entonces ella supo lo que debía hacer.

***

Isabel se bajó del vagón y tomó un taxi. Ante la puerta de la mansión familiar volvió a sentir miedo. Entonces decidió dar la vuelta. Se topó entonces con la puerta secreta del salón de baile. Por ella se marchó años atrás. Ahora se daba cuenta de que era el camino de regreso.