XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

El caserón 

Leandro Mazuelos, 15 años

Colegio Altair (Sevilla)

–¿Acaso tienes miedo? –le preguntó Juan, con voz desafiante.

–En absoluto; es una cuestión de respeto –mintió Pablo, que en realidad estaba atemorizado, aunque él nunca rechazaba un reto de su amigo.

–¿A sí? Pues entonces vete hasta la casa y toca la pared con la mano, a ver si eres tan valiente.

Pablo sintió que Juan subestimaba sus agallas. Movido por el orgullo, aceptó el desafío. Después dudó unos momentos, pero saltó la tapia que rodeaba el jardín y echó a correr en dirección al caserón. Mientras, su amigo le esperó apoyado en una farola, sin poder ocultar una sonrisa de admiración.

* * *

Cada mañana, Juan y Pablo acudían juntos al colegio del pueblo por la misma ruta. No era un trayecto muy largo: se encontraban en el portal de Juan, atravesaban un parque, atajaban por un descampado y enfilaban una calle. Algunos vecinos se asomaban a la ventana para darles los buenos días al verlos pasar, y ellos correspondían agitando las manos. Pero aquella jovialidad se les cortaba de golpe nada más divisaban la casa, ante la que aceleraban la marcha con la mirada puesta en la otra acera.

Bien sabido era que aquel caserón llevaba décadas abandonado, desde que sus dueños se marcharon del pueblo por circunstancias misteriosas. Desde entonces había permanecido deshabitada. 

Con el paso de los lustros, los niños de la localidad inventaron leyendas y difundieron rumores acerca de aquella vivienda de aspecto señorial, que con el transcurrir del tiempo la gente adoptó como ciertas. El caserón tenía paredes de madera que antaño estuvieron pintadas de blanco, y que por el abandono se habían tornado grises. La humedad invadía la fachada, casi oculta por la hiedra, que se colaba por cada recoveco. Muchas ventanas estaban rotas y mostraban la negrura del interior como horrendos bostezos. En el jardín crecían todo tipo de plantas, sin orden ni concierto, y los setos, antiguamente bien perfilados por una cuadrilla de jardineros, se encontraban unos secos y otros completamente desaliñados.

Movidos por la curiosidad, Juan había apostado dos bolsas de chuches con Pablo a que este no sería capaz de tocar una de las paredes de la construcción.

* * *

Tras brincar por encima del muro, Pablo corrió rápidamente hacia la casa. Atravesó el jardín, moviéndose ágilmente entre las altas hierbas, hasta que se plantó frente a la mansión, que se alzaba imponente frente a él. Extendió uno de sus brazos y le dio un golpe seco a la fachada, haciendo que los viejos tablones de madera se estremeciesen con un crujido. Inmediatamente, emprendió la carrera de vuelta sin volver la vista atrás, y de un salto sobrepasó la tapia. 

Los dos niños rompían en carcajadas mientras correteaban de camino a la escuela. Tras de ellos, en una de las ventanas del caserón, unos ojos brillantes observaban el panorama. Resonó una carcajada y… ¡zas! se produjo un veloz movimiento de cortinas. 

La vivienda se quedó envuelta en el silencio, como de costumbre.