XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

El catrín

Diego Fernández Jiménez, 17 años

Liceo del Valle (Guadalajara, Jalisco. México)

La primera madrugada que lo vi pasar, yo tenía siete años. Estaba preparándome para ir a la escuela, disfrutando de mi chocomilk y las quesadillas que mi madre me había preparado. Era una mañana fría; habían empezado los meses de heladas, la bruma apenas se había disipado y las gotas de rocío brillaban como la plata. 

Cuando lo ví, escuché el maullar de los gallos de don Bosco y el cantar de los pajaritos enjaulados que cuida mi abuelita Licha. Parecía muy apurado, pues caminaba a zancadas largas y miraba su reloj constantemente. Iba vestido de catrín, con corbata y todo, y con un maletín en la mano. Caminaba hacia Atenguillo. 

–¡Mira, mamá… es como el de la lotería!

–¿De qué hablas, mijo? –me respondió– Míralo; el que va por la calle.

Ella se asomó por la ventana y tal fue su asombro que soltó un grito, que tuvo que tapar con la mano. 

–Qué raro –agregó–. Será uno de esos políticos que van de Vallarta hacia Guadalajara.

Mamá agarró mi mochila y nos dirigimos a la escuela.

La siguiente vez que lo vi, fue en el verano de mis trece años. Me empezaba a asomar el bigote, como el de mi papá, y los pelos me crecían en el pecho. Había dejado de jugar con las niñas en la plaza, porque me daba vergüenza, y me pasaba los días cazando huilotas en los potreros con una resortera, que después vendía por las casas a cinco pesos. 

Era una madrugada un poco más nublada. Iba a ensillar al caballo para ir a la milpa de mi tío a trabajar, ya que no tenía escuela y quería ganarme unas monedas para comprar unas botas que vi en la feria de San Juan, en Atenguillo. Me sorprendió que estaba igual que la otra vez, caminando con prisa en la misma dirección y con el maletín en la mano. Le dirigí los buenos días, pero no me contestó ni se volteó a mirarme. Pensé que era un maleducado. 

A mis diecisiete volvió a pasar por la calle, exactamente igual, con la misma ropa. Yo ya no iba a la escuela, ya que la preparatoria estaba en Ameca y no tenía dinero ni familia allá para mudarme, por lo que cuidaba y ordeñaba las vacas de mi tío. El dinero me lo gastaba en la taberna, en botellas de raicilla y cervezas, y tenía novia, la hija de El Palillo y de doña Carmen, que me acompañaba a las cabalgatas y los jaripeos.

Está vez quise acercarme a él y preguntarle a dónde se dirigía tan formal y apurado, aunque lo que me intrigaba era saber quién era. Además, Jero, mi mejor amigo, decía que nunca había visto a un catrín en el pueblo, y que era muy tonto que un hombre fuera vestido así de formal de camino hacia Atenguillo, que precisaba medio día a caballo. Por eso me llené de coraje, me acerque hacia el hombre y le grite:

 ¡Buenos días!

Ni se inmuto. Siguió caminando apresurado.

–¡Buenos días, señor! –le repetí.

No hizo un solo gesto, y entonces decidí seguirlo. 

Pasamos por la puerta de madera que separa la calle del potrero donde se inicia el camino. Me costaba seguir su ritmo. Al rato pasamos "Los Sauces", donde las vacas de mi tío, y llegamos al Río Grande. El hombre siguió caminando, mojando sus zapatos y su ropa formal, hasta que se hundió más allá de su cabeza. 

Rápidamente me quité el sombrero, las botas y la ropa, y me lancé al agua. Era tiempo de lluvias, así que la corriente estaba fuerte y el agua revuelta. Empecé a buscarlo, sumergiéndome hasta el fondo, pero no había aprendido a nadar correctamete. Además, mi madre siempre me advertía de los riesgos de meterse al río en tiempos de aguas, que arrastran troncos, palos, alambres, piedras y hasta becerros. 

Traté de nadar hacia la orilla, pero el río me jalaba. Sentí que me estaba ahogando. Mi corazón palpitaba cada vez más rápido. Logré agarrarme a un tronco, con el que me precipité por una cascada. Solo recuerdo la sensación de volar. Las gotas no me   dejaban respirar.

Desperté en la orilla, empapado. Unas nutrias brincaban en la corriente, haciendo piruetas y clavados. Una de ellas se me acercó. Yo estaba asustado. Me observó un buen rato y empezó a olfatearme y… al animal le crecieron unos pies de humano, y luego unos brazos. Después se le transformó la cabeza, que parecía la de una tortuga… Era el señor del maletín, ¡el catrín!, que me miró, sonrió y se alejó para vestirse con la ropa formal, que tenía colgada en un árbol. Después se fue.