XII Edición

Curso 2015 - 2016

Alejandro Quintana

El cuento

Teresa García García, 15 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)    

Podría ser una puesta de sol como otra cualquiera. De hecho, lo era. Pero había algo que la hacía especial, y es que no todos los atardeceres cuentan con la ciudad de Sevilla como decorado. Entre tonos de rosa, azul, naranja y amarillo se encontraba nuestro protagonista. Escudriñaba el horizonte con sus ojos lañados de arrugas. A su lado reposaba una caña de pescar, más vieja que nueva, un bote con diferentes cebos y anzuelos y una cesta de mimbre con la pesca del día. Giró la cabeza a la izquierda y fijó la vista en el puente de Triana, obra del arquitecto Eiffel. Frunció el ceño y se dijo a sí mismo lo que le decía su mujer años atrás:

-Algún día se te acabarán las ideas, Manuel. ¿Qué le contarás al chiquillo cuando esto ocurra?

Pensó que ella tenía razón, aunque todavía era demasiado pronto. Así que se puso a pensar en un lugar donde ambientar la historia con la que sorprendería a su nieto aquella noche. ¿La plaza de toros de la Maestranza? La descartó, porque el cuento podía acabar algo sangriento. Consideró el parque de María Luisa, pero no se le ocurría nada que pudiera suceder bajo su arboleda. Los Jardines de Murillo ya habían sido escenario para la historia de la noche anterior. También desechó los Reales Alcázares, Itálica y la Torre del Oro.

Entonces sus ojos se clavaron en la cúpula de una iglesia que asomaba por encima de los demás edificios. La iglesia de la Santa Caridad serviría como escenario para su historia. Satisfecho, recogió los trebejos de pesca y volvió a su casa, fabricando un relato en el que intervenían griegos, romanos, bárbaros, piratas, musulmanes, pobres y ricos, reyes y reinas y todos los personajes que a uno se le puedan ocurrir.

La voz aguda de su nieto le hizo volver a la realidad:

-Abuelo, ven a contarme un cuento.

Conmovido, observó las cuencas vacías en los ojos de aquel pequeño de seis años. Él sabía que a través de sus historias, el niño podía “ver” Sevilla, la ciudad en la que vivían.

Se sentó a su lado y comenzó a contar.

-Érase una vez, un tal Miguel de Mañara…