XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

El dulce llanto de
las doce cuerdas 

Ana Mas, 16 años

Colegio Altozano (Alicante)

Cuando el cielo se tiñó de malva, indicando que la noche estaba al caer, Lucía salió al patio para contemplar detenidamente el paisaje: una pequeña colina cubierta de agave marchito. La luz del ocaso pintaba las fachadas encaladas que coronaban el collado.

Se sentó en una silla de esparto, cerró los ojos y se concentró en el rumor del río. Después tomó una guitarra, acomodó los dedos en las cuerdas y comenzó a tocar. Las notas fluían en un susurro que pobló el silencio nocturno.

Aquella guitarra era el único objeto que recibió de su abuelo, cuya muerte le había dejado un enorme vacío. Él le enseñó a tocar aquel instrumento con el que sobrellevaba su tristeza.

Mateo se había convertido en una de las personas más importantes para la joven. Él también apreciaba al abuelo, y tras su fallecimiento le prometió a Lucía que siempre la cuidaría.

El muchacho se asomó a la ventana en cuanto arrancó la melodía. Observó el brillo de las lágrimas que se deslizaban por las mejillas de Lucía y, decidido, tomó su propia guitarra y salió al mismo patio.

 –¿Te parece bien que toquemos algo juntos? –le preguntó al tomar asiento su lado, decidido a animarla con su compañía.

–Por supuesto –le sonrió mientras se secaba los carrillos–. ¿Tienes pensada alguna canción? 

Mateo hizo un gesto afirmativo:

–“Lucía y el mar” –le dijo.

Fue el abuelo de la chica quien compuso aquella tonada en su honor.

–¿Preparado? –le incitó Lucía, que parecía haberse tranquilizado.

Los habitantes de aquel rincón del pueblo también bajaron al patio, atraídos por la canción, e improvisaron la mejor de las audiencias para aquel dueto de doce cuerdas. Hombres, mujeres, niños, ancianos y hasta algún perro faldero se dejaron llevar por el rumor de las guitarras. Algunos cerraban los ojos para que se les hicieran presentes agradables recuerdos de personas amadas. 

El tiempo pareció detenerse mientras los dos jóvenes compartían su arte. Las notas musicales subían por el pueblo, reviviendo la memoria del abuelo. Las guitarras lloraban en cada acorde, sanando las heridas de quienes también habían perdido recientemente a un ser querido.

Las estrellas se desplegaron como testigos silenciosos de aquel concierto. Cuando la última nota se desvaneció en el aire, el silencio tomó el relevo una vez más. Lucía, Mateo y los allí presentes permanecieron en un estado de reverencia, pues necesitaban asentar sus emociones. De pronto, los aplausos llenaron la atmósfera.

Mateo y Lucía habían abierto, de forma inconsciente, una ventana a la esperanza y a la sanación, demostrando sin pretenderlo que la música crea vínculos que conectan a los vivos con los muertos.