IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

El faro

Pawel Rúa-Figueroa, 16 años

                Colegio Mulhacén (Granada)  

Las paredes retumbaban con los golpes de aire que venían del norte. Parecía que el faro se moviese, abatido por las olas.

El farero se encontraba encerrado y a merced de las fuerzas desatas de la naturaleza. La marea había cubierto por completo el malecón que le unía al puerto, y un ejército de espumas se estrellaban contra los ventanucos de la torre.

Era consciente de que su obligación era encender y proteger la potente linterna, obra maestra de un viejo ingeniero suizo, que llevaba más de cuarenta años advirtiendo a los barcos del peligro de aquella costa mellada.

Subió a la parte más peligrosa del faro. Ya no le importaba perder la vida.

Se encontraba en el faro de Nahmaszia, apodado por sus compañeros de oficio como el "Infierno de los infiernos", un sitio al que destinaban a los presos -gracias a la idea de un político comunista- para condenarlos a la desesperanza y la locura y, por lo menos, servir de algo al régimen.

Llevaba cuatro meses en ese faro situado en medio del Pacífico.

-De verdad..., mira que llamarlo Pacífico -. Rió para sí mismo.

La soledad, la falta de horas de sueño, las alucinaciones y el aislamiento del exterior empezaban a mermar su estado mental.

-Algún día saldré de aquí... -musitó para sí mismo.

Aunque nunca le habían atraído los faros, poco a poco le empezaban a agradar.

Su privilegiada posición, presidiendo la costa; su arrogancia majestuosa junto al acantilado, en una isla o en pleno mar, le fascinaban. Son construcciones antiquísimas, fuente de vida para las poblaciones donde se asientan, alumbramiento para marinos en noches cerradas…

-Qué irónico pensar que un asesino como yo se dedique ahora a salvar vidas; que sea luz en la oscuridad... Vaya, cada hablo más conmigo mismo. No sé cuánto aguantaré...

Todos se aterraban con las historias y rumores que corrían por la prisión, de los barcos que no fueron capaces de encontrar su luz porque, por motivos inexplicables, el faro se apagó como un castigo, lo que hizo que se estrellaran contra los acantilados. Según las leyendas, el alma de los marineros sigue buscando el camino de retorno a casa.

La mar se calmó de repente, de una manera fantasmagórica. Entonces el reo cayó al suelo. Fue una explosión en el reactor nuclear que alimentaba al faro.

Permaneció en el suelo un cuarto de hora, sin poder moverse, oír y ni ver con claridad.

Poco a poco fue recuperando el control de su cuerpo. Pensó que sufría lo que algunos científicos soviéticos denominaban radiación cancerígena.

Alzó la vista, todo estaba en llamas. Un extraño resplandor le golpeaba despiadadamente. Empezó a bajar hacia la primera planta del faro, y de ahí al reactor. La intensidad de la luz iba aumentando progresivamente conforme descendía. La cámara nuclear irradiaba un esplendor imposible de soportar.

Le vinieron a la mente todos sus recuerdos: la infancia, sus padres, las víctimas... Toda la vida pasó a cámara lenta ante sus ojos.