XII Edición

Curso 2015 - 2016

Alejandro Quintana

El final

Cristina Cordero, 16 años

                Colegio Tierrallana (Huelva)    

Mi vida tocaba su final, la de este humilde abuelo de ochenta y dos años. Cuando sentí un pinchazo agudo en el pecho, supe que llegaba a término. Negaba la posibilidad de morir, pero es cierto que nada puedes hacer cuando llega tu hora. Entonces ves tu vida pasar dulcemente. Yo solo fui capaz de visualizar la playa en donde me habían educado en el arte de vivir. Cuando gozaba de juventud solía pasear por la orilla, de la mano de la persona que más felicidad me regaló: mi esposa. Que descanse en paz su belleza y ternura.

Cerré los puños con fuerza, pues tuve la cercana sensación de tenerla a mi lado, sosteniendo mis viejas manos, haciéndolas parecer tersas y suaves. Su aroma a lavanda volvió a mis sentidos y mi corazón latió un poco. Fueron solo unos minutos, pero minutos de regalo.

—Chicos, me voy ya –avisé a mis dos hijos–. Quiero…

Prevalecen en mi memoria sus miradas de angustia y desconcierto.

—Papá, ¿qué sucede?

—Quiero ver… —sin poder controlar mis fuerzas, tiré un jarrón de porcelana al suelo, haciéndolo trizas. Las palabras luchaban por salir, pero se quedaban atrapadas en la garganta —...arena.

Antonio se quedó perplejo, pero Luis supo lo que debía hacer en cuanto vio el brillo de mis ojos, que aún titilaba.

—Agárrale de un hombro; yo le sujeto por el otro —masculló a su hermano.

—¿Estás loco? ¡Ni hablar! Hay que llevarle al hospital.

Sonreí; Antonio siempre es el último en perder las esperanzas. No sabía que esta vez era diferente, yo era capaz de contar los suspiros que me restaban.

—¡Antonio, ayúdame!

Mientras Luis me sostenía por el brazo derecho, Antonio hizo fuerza e hincó el otro brazo en su hombro. Le pesaba la espalda como nunca, y no era yo la carga: era otra clase de dolor.

Una vez llegaron al coche, me introdujeron en el asiento trasero y escuché una melodía que asomó a mis ojos: Antonio estaba llorando.

Aunque la travesía les pareció eterna, aún condensaba la vida en mis pulmones, como cuando jugaba con mis amigos en el agua a ver quién aguantaba más tiempo sumergido.

—Vamos, ayúdame a levantarle.

Antonio me alzó del sillón y comencé a hiperventilar con fiereza. Asía las últimas boqueadas. Acto seguido mis dos hijos me guiaron por las dunas hasta que dimos con la orilla del mar. Me agarré como pude a ellos mientras me descalzaban. Mis pies arrugados sintieron la fría agua del Atlántico. Percibí que el levante me acariciaba.

Respiré una última vez y dejé la felicidad bailar por mis venas, hasta que se me escapó por los dedos. Se formó un surco en mis labios, una sonrisa de gratitud a la vida.

Entonces morí.

En la playa.

En los brazos de mi todo.

En mi levante.

En mi arena de oro.