XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

El grillo y la luna 

Javier Monmeneu, 17 años

Colegio el Vedat (Valencia)

En cuanto llegaba el ocaso y el cielo se tornaba de color malva, Alas Negras asomaba su cabeza por la hura y tomaba una bocanada de aire fresco. Había pasado las horas de sol –en las que arreciaba el calor–, adormilado en un ambiente húmedo; por eso, la plenitud del oxígeno del anochecer parecía renovarle por dentro. 

Con precaución dio algún que otro brinco para, a pocos centímetros de su refugio, estirar sus patas dentadas y frotarlas una contra la otra para desentumecerse. A su alrededor arrancó el soniquete habitual de sus hermanos, un insistente cri-cri-cri que duraría hasta el amanecer.

–Cantar, cantar… –rezongó–. Toda la noche con la misma cantilena. ¡Me vuelvo loco! Lo que daría por vivir en un paraje silencioso en el que pudiera sentarme a contemplar la luna, sin ese molesto tarareo.

Alas Negras se alejó en busca de un lugar tranquilo. Subió a un junco, pues vivía en la ribera de una pequeña albufera. Desde arriba podía contemplar el reflejo de la luna en el agua, donde formaba una estela cándida que rielaba gracias a los sutiles movimientos de las corrientes.

Se sorprendió al ver que el mayor de sus hermanos, Cardillo, subía por aquel junco. Como apenas se juntaban desde que abandonaron la grillera materna, Alas Negras pensó que debía tratarse de algo importante.

–¿Qué te ocurre, Alas? –le dijo su hermano, sin molestarse en saludarlo–. Me preocupas.

–¿Te preocupo? –le contestó Alas Negras, en un tono burlón–. No será por esa tontería del cantar. Ya sabes que no me gusta desperdiciar la noche dale que te dale, con el soniquete del cri-cri-cri. 

Cardillo enarcó las cejas, antes de decirle con severidad:

–No es una tontería, hermano. Es la misión de los insectos de nuestra especie. Gracias al canto, las hembras encuentran a los machos. 

–¿Crees que no lo sé?

Su hermano mayor resopló.

–Pues si lo sabes, te recuerdo que algún día tendrás que formar una familia. Los grillos no vivimos demasiado tiempo; ¡tenemos la obligación de dejar descendencia!

Alas Negras permaneció en silencio. Su hermano siempre había sido muy obstinado y cualquier esfuerzo para hacerle cambiar de idea sería en vano.

–Me marcho, Alas. Cuídate –Cardillo dio un salto y desapareció entre la maleza.

Alas Negras estaba solo de nuevo. Permaneció cavilando acerca de las palabras de su hermano. La noche, que hasta ese momento había sido tranquila, comenzó a oscurecerse más de lo normal. Una gran masa de nubes atestó el cielo, trayendo consigo un aguacero y fuertes ráfagas de viento. Alas Negras fue llevado por el vendaval, pues no tuvo fuerzas para sujetarse en el carrizo. Después de dar vueltas y más vueltas por el aire, aterrizó en un charco, aunque en ese momento de desconcierto no supo si aquello era una poza o un gran lago.

La tormenta amainó. Él se había aferrado a una hoja seca que se mecía sobre la superficie del agua. Estaba exhausto y asustado. Había dejado de llover y las oscuras nubes se deshicieron. Casi se le había olvidado la conversación con su hermano cuando vio la luna, alba y brillante en el eje del cielo.

Como por accidente, el pequeño grillo comenzó a cantar. No parecía buscar a cualquiera, como le había advertido Cardillo, sino que tenía la mirada fija, sincera, enfocada en la luna, en aquella que, se decía Alas Negras, lo había salvado del fragor de la tormenta.